Rómulo, la mascarilla y una línea blanca
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Si como el doctor Dolittle tuviera el don de comunicarme con los animales, mi primera conversación sería para Rómulo, aquel rinoceronte del viejo zoo de Viveros que incluso en la amplitud del Bioparc seguía caminando en círculo, víctima de tantos años de hacinamiento. Preguntado por ... su desconcertante actitud, intuyo la respuesta de mi cornúpeta amigo: doy vueltas hoy porque ya las di ayer. Sospecho que algo similar nos pasa con la mascarilla en el transporte público; llevamos tanto tiempo corriendo que hemos olvidado de lo que huimos, rutinarios, irremediablemente absurdos. A las pruebas me remito. Metro de Valencia, horario extendido del fin de semana, último vehículo bien entrada la madrugada. El personal de seguridad se dirige a una joven que ha subido al vagón sin protección reglamentaria. Tendrá que apearse, le informa. Ante su desconcierto, tres bancos más allá un tipo enorme alza un dedo índice y sin mediar palabra hunde la mano rocosa en el vaquero. Cuando la extrae, entre el amasijo de llaves y calderilla asoma, enrollada y andrajosa, una mascarilla azul. Por el aspecto no será ni su quinto uso pero la chica, o eso o el coche de San Fernando hasta casa, y mira que hace frío, y mira que es tarde, sonríe agradecida y se la estampa en la boca ante la entusiasta arenga al donante por parte del segurata -«bien hecho, chaval»-, que ya tiene un problema menos esa noche. Otra prueba: días después, de nuevo en el metro. Un joven que regresa del trabajo coincide con su amiga. Tú por aquí, qué casualidad. Menos casual es que, al verlo a cara descubierta, el revisor se aproxime y le lea sus derechos: o te tapas o te bajas. Me la he dejado en la oficina, replica derrotado, tanto que el empleado se apiada y, como las viejas celestinas, le sirve en bandeja un plan: ¿Cuándo desciende ella? ¿En dos paradas? Pues que te pase ahí su mascarilla. Impecable ejecución, de mi boca a la tuya y sigue jugando. Tercera prueba: vuelo internacional, destino Valencia. El pasajero del asiento 32A, las gafas empañadas mientras lee, firmaría una declaración voluntaria de imbecilidad. Salvo él, nadie en cuanto alcanza su vista, y eso incluye a ocho personas, lleva mascarilla. No será por desdén de la tripulación, que lo ha rogado hasta la pesadez. Como respuesta, la rebelión de un jeta que por lo visto regresa de una larga estancia en Marte -«¡esas cosas se avisan antes!», grita encendido como un carabinero-, varios que se hacen los dormidos, la expresión de 'mínoentender' de un guiri con cara de after hour, y al final la rendición de la azafata por no dejar a nadie en tierra: «En España siempre somos los últimos; ale, tápense al menos la boca con el cuello del suéter». No veo sentido a ponerme la mordaza en el vagón o el avión y quitármela en el andén y la terminal, pero si priorizamos la voz de los expertos hagámoslo todos y hagámoslo bien para preservar el sentido y alcance de la medida. De lo contrario terminaremos igual que Rómulo, o como Emilio Aragón en 'Ni en vivo ni en directo', atolondrados detrás de una infinita línea blanca sin saber adónde conduce ni quién la pintó. Acababa el histórico 'sketch' en una puerta y el abismo al que caían todos los que la seguían irracionales. Aunque aquí no nos amenace sima alguna, algo de cordura nos ahorrará la molesta sensación de estar haciendo el bobo.
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