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Empedrada de ideología, bronceada por los últimos haces de sol fugados del gran nubarrón que vaticina un otoño hormonado de fervor patriótico, la ruta hacia el norte no precisa navegación por satélite. Como las migas de pan de Pulgarcito, pero sin pájaros que borren su rastro en el camino a la casa del ogro, basta con seguir la estela. La del secesionismo. Pancartas en Organyà y Belltall. Lazos amarillos, más tímidos en Solivella pero que colonizan rotondas, balcones y farolas en Ponts. Una estelada arrugada en Coll de Nargó, anudada a la valla del ganado, anticipo de las que están por venir en Oliana, Guissona y Tàrrega, epicentro de toda la simbología edificada sobre el uso sectario de la sacra palabra 'llibertat'. Oteo el panorama y pienso en la vieja Lola, en los sueños itinerantes que la condujeron del olivar jiennense a la entonces aglutinadora área metropolitana de Barcelona. Sangre charnega la suya, como la de Alfonso, como la de Ángel, manchego éste, andaluz aquél, quienes agradecieron con generoso sudor y trabajo la hospitalidad recibida, aprendieron a chapurrear catalán y hasta acabaron enarbolando la bandera del Barça. Decían de Lola que era inmortal porque tras una meningitis fulminante metió la marcha atrás y logró que la parca se olvidara de ella durante décadas. Nada es eterno, y menos la suerte, pero la inevitable hora del final al menos le ahorró ver en qué se habría de convertir su Tierra Prometida. «Lo están inoculando en los colegios, es cuestión de tiempo que esto explote», recordaba Alfonso cuando la pesadilla apenas se intuía. Tampoco él vivió para comprobar el alcance de su augurio, aunque la advertencia flota en el aire. La semilla del rencor siempre germina bajo apariencia inofensiva entre pupitres, bien que lo sabe el nacionalismo. Sólo es cuestión de tiempo, sí, y al tiempo nunca se le detiene el reloj.
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