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En mi parroquia hay sacristana. Es una conquista de las mujeres, que diría la vicealcaldesa Gómez, con la diferencia de que en este caso ha ... habido más esfuerzo por hacerse un hueco en un mundo de hombres que en el de las fiestas populares, de suyo volcadas en el homenaje a su reina. El de las falleras siempre ha sido un entorno femenino, no por conquista sino por concesión, aunque en la actualidad su protagonismo vaya mucho más allá de ese origen algo condescendiente. La sacristía, sin embargo, es todo lo contrario. Desde el principio, fue un lugar vetado a la mujer, salvo en los conventos.
Ser sacristana tiene algo de ocupación de un espacio tradicionalmente masculino. Quienes ayudaban al sacerdote, por lo general, eran hombres, a veces, a punto de ordenarse o sencillamente fieles devotos que se ofrecían con generosidad a realizar ese servicio a su parroquia. Suele ser una tarea abnegada y muchas veces no remunerada. Son personas de referencia para los fieles que quitan trabajo a los párrocos y atienden a los feligreses ya sea para encargar una misa por un difunto o para preguntar el horario de misas de verano. Ellos, y ellas, siempre están ahí. En ocasiones, como parapeto para el párroco. Fue el caso de Diego, el sacristán de Algeciras que se encontró en el peor momento en el peor lugar, dicho sea con respeto a un espacio sagrado. Decía el párroco que él estaba vivo porque, seguramente, el asesino se equivocó de víctima. Buscándole a él, se encontró con el sacristán. Y lo convirtió en mártir.
Hoy en día se nos hace raro hablar de mártires más allá, en nuestro caso, del santo patrón. Pero los hay. A miles por el mundo, aunque la prensa apenas se hace eco de ello. Están lejos, en África, en Asia, en lugares remotos que no tienen nada que ver con nosotros. Además, muchos son religiosos, no cooperantes, que nos conmocionarían más. Hace apenas diez días, por ejemplo, un sacerdote fue quemado vivo en Nigeria. Solo por ser sacerdote. Como Diego. Solo por ser sacristán. Por su fe. Los mártires de hoy no siempre son atados a ruedas de molino ni desollados vivos. Pero tienen el valor de seguir testimoniando su fe aunque el contexto sea peligroso o el sentido común invite a callárselo. Eso sucede cuando hay odio a los fieles. Y ahí la responsabilidad no es solo de quien odia sino de un entorno que lo tolera, que jalea el insulto, el desprecio o la amenaza a un grupo religioso. O que ve normal una pintada o un tuit que repite «la única iglesia que ilumina es la que arde». Libertad de expresión, dicen. De expresión del odio.
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