Secciones
Servicios
Destacamos
Cuando era un crío consideraba a Rosa María Sardà la persona más divertida del mundo. Así, sin paliativos. Aunque era muy niño recuerdo lo mucho que me reía viéndola bajar por las escaleras del espacio que la popularizó en TVE, 'Ahí te quiero ver'. O poniendo en apuros a los invitados. O imitando a Margaret Thatcher. O diciendo aquello de «Honorato, ponemos la tele un rato». Años más tarde, posiblemente en una película de Ventura Pons, descubrí sus dotes dramáticas y me dejaron impresionado, no solo porque fuesen notables, sino porque me presentaban una faceta por aquel entonces desconocida para mí -nunca la había visto actuar en teatro-. Mis conclusiones eran terriblemente simples, ya lo sé, porque creía que alguien tan divertido y ocurrente no podía ser de otra manera, difícilmente albergaría otras caras.
Supongo que ahí fue la primera vez que me planteé y valoré la labor de los cómicos. Me impresionó tanto que, años más tarde, cuando por fin la admiré sobre las tablas o cuando atendía a lo que decía en las entrevistas -respondía siempre sabiamente- aquella sensación regresaba.
La última vez que la vi con Évole volví a pensarlo, fíjate qué bobada y qué trauma más tonto me perseguía. Hubo una generación que nos criamos con una televisión que nos hizo creer que contar con alguien como la Sardá al frente de un programa era algo normal. No éramos conscientes del animal televisivo ante el que estábamos, capaz de saltarse las reglas y de improvisar un show en cualquier momento. Fue algo excepcional y nunca después hemos tenido en este país a una mujer con esa habilidad. Por eso se veneran tanto sus galas de los Goya. Berlanga la calificó como la mejor actriz de España y no exageraba.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.