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Carles Puigdemont es un político avispado, un hombre muy de nuestro tiempo, un personaje listo, que no culto ni inteligente, que sabe husmear el rastro que deja una sociedad adolescente, cargada de emotividad simplona, propensa al llanto, totalmente reacia a las complejas construcciones intelectuales, proclive a los mensajes lineales, cortos, suelo abonado para el monocultivo tuitero. El expresidente de la Generalitat catalana no se dirige a las élites informadas sino a esa gran masa amorfa que se deja manipular fácilmente, consumidores fundamentalistas de una TV3 que es para ellos como la Biblia, principio y fin de todas las cosas, gente que hizo suyo sin discusión el relato de «Espanya ens roba» y que ahora asume con la misma ciega obediencia el del mártir exiliado que combate contra el malvado Estado español. En circunstancias normales, en sociedades cultas y estructuradas, un personaje como Puigdemont estaría amortizado desde hace mucho tiempo, por no decir que en realidad nunca habría llegado a un puesto de responsabilidad como el que ocupó. Pero el exalcalde de Girona pertenece a una ola de dirigentes que en Estados Unidos ha llevado a Trump hasta la Casa Blanca o que ha conseguido sacar al Reino Unido de la Unión Europea gracias a la labor de zapa de un nacionalista de corte similar al catalán, Nigel Farage. Cortados todos ellos por el mismo patrón, el de la irresponsabilidad manifiesta, la antítesis del hombre de Estado. A Farage no le ha importado lo más mínimo sumir a su país en una deriva de consecuencias impredecibles, todo sea por la causa de la gloria perdida del imperio y por su recalcitrante xenofobia. Trump tampoco ha tenido inconveniente alguno en provocar tensiones con Méjico, con los países árabes, ahora con la Unión Europea, todo por culpa de su egolatría, que mezcla a partes iguales con una incultura enciclopédica de la que encima hace gala. Y Puigdemont ya ha demostrado que no quiere que Cataluña vuelva a la normalidad, que no está dispuesto a cejar en el empeño secesionista, que pretende llevar el desafío hasta el abismo, como el 1 de octubre. Para ello, para lograr su objetivo, necesita montar un show permanente, cada día un numerito, presente siempre en las redes sociales y con el apoyo mediático habitual, es decir, los medios públicos catalanes y los privados subvencionados por la Generalitat (y alguno de ellos, también por la Valenciana). Son tiempos para 'héroes' como Puigdemont, virtuales, nacidos para el espectáculo. Mientras tanto, Junqueras es visto cada vez más como un personaje del siglo XIX, de otro tiempo, ya fuera de lugar, con un sacrificio en la cárcel incomprensible para la mayoría. Mucho más gracioso y más ocurrente el show de Puigdemont, dónde va a parar.
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