Siempre he tenido predisposición a acumular trastos con excusas diversas. Durante mucho tiempo apelaba a la cuestión sentimental para guardar entradas de cine y de conciertos, programas de mano de obras de teatro e incluso algún ticket de bar. Luego acudía a la caja en ... la que los almacenaba y me costaba recordar el motivo por el que había conservado cada reliquia e incluso distinguir fechas por el desgaste del papel.
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Hasta hace apenas unos años seguía teniendo en mi haber decenas de ejemplares de Fotogramas, publicación a la que fui fiel en papel durante mi adolescencia y algunos años después. En este caso justificaba su conservación para futuras consultas que me pudieran surgir sobre películas y actores. Con la llegada de internet esta función quedó obsoleta, pero las protegía por su valor histórico-cultural, pero en mi última mudanza me salté el BIC y me deshice de ellas.
Con el fin de que generaciones futuras tuvieran acceso a un buen número de filmes y que no les sucediese como a mí, que me las vi y me las deseé para llegar a según qué cine, comencé a grabar en formato VHS todas las películas que emitían en televisión y les buscaba carátulas para montar mi propio videoclub en casa. El DVD me pilló con el paso cambiado, así que no tuve más remedio que empezar a apilar títulos también en este formato, aunque me negaba a desechar lo ya coleccionado. Otra mudanza solucionó aquella. Nada cura mejor los síndromes de Diógenes que tener que transportar cajas de un lugar a otro. Así fue como los vídeos terminaron en un contenedor. Los DVDs yacen todavía en varios cajones. No los uso, ni siquiera tengo reproductor, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender no soy capaz de renunciar a ellos.
A medida que me he ido haciendo mayor mi apego a los objetos físicos ha descendido y de acuerdo con la época ahora acumulo cosas intangibles, por ejemplo, ventanas en el escritorio. Si uno se asoma a mi ordenador posiblemente se asuste con la ristra de páginas abiertas. El problema no es que a lo largo del día añada lecturas pendientes, sino que no las clausure al acabar la jornada por si acaso hay algo que deba volver a leer o que pueda necesitar para lo que llevo entre manos. Luego ni me acuerdo y si he de revisar un dato vuelvo a realizar la búsqueda, pero el miedo a que no vaya a encontrar lo que quiero me impide cerrarlas.
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Algo similar me ocurre en el teléfono. Allí tengo el Safari asfixiado de pestañas. Y qué decir de las capturas de pantalla, que dejan el iCloud sin espacio de almacenamiento. Están ahí esperando a que lo relea, a que surja la necesidad, a que suceda alguna extraña urgencia. Todo terminará cuando me mude, no de casa, sino de móvil.
Ahí deduciré, una vez más, que no preciso la mayoría de lo que amontono. Cambian los tiempos, pero no los hábitos.
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