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ILUSTRACIÓN: IVÁN MATA

El (sin)sentido de las palabras

PLAZA REDONDA ·

Nos hemos instalado en una peligrosa zona de confort en la que asumimos como normal que nos mientan

Jesús Trelis

Valencia

Domingo, 5 de febrero 2023, 00:31

Hay un poema de Juan Gelman en el que reflexiona sobre esas palabras que esperan y nadie las toma. «Solas ahí en su silencio», sentencia. Son esas que, cuando alguien se fija en ellas y las utiliza desde la honradez, pueden llegar a conmover. Lo hemos podido experimentar esta misma semana. Fue cuando el Papa Francisco llenó de sentimiento y contenido un puñado de palabras que pronunció al llegar de visita al Congo: «la avaricia ha ensangrentado vuestros diamantes». Luego remató: «Dejad de asfixiar a África». En su boca, el mensaje se engrandece y su significado alcanza una fuerza trepidante. Términos como ensangrentado, asfixiar o avaricia producen eco en nosotros porque emanan desde la más absoluta verdad. Las creemos y las compartimos porque, en el fondo, vivimos lo que defendía William Shakespeare: «las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón».

En el caso del Papa, al que algunos han querido posicionar en extremos inexistentes intentando escorar su bondad hacia un plano ideológico, no existe duda de que sus palabras siempre nacen de lo más profundo de su interior y están atadas al lenguaje del corazón. Y nos seducen porque eso es, en estos tiempos, excepcional. Es justo lo contrario a lo que estamos habituados a presenciar en conversaciones, debates, tertulias, mítines... Espacios en los que las frases se enrocan generando discursos vacuos y donde las palabras se manipulan para que signifiquen lo que no son y para que trasmitan lo que no esconden. Es el descorazonador espectáculo de la utilización del lenguaje desde la banalidad, vaciándolo de sentido y contenido, utilizándolo sencillamente para hacer ruido y buscar el beneficio propio.

Lo vemos en todos los ámbitos: en el doméstico, en el laboral, en el sector periodístico y, de manera acentuada, en el universo político -tan alterado en estos tiempos-. Lo observamos, de forma hiperbólica, en los 'cara a cara' entre gobierno y oposición: en Las Cortes o Les Corts, en el Senado o en cualquier estrado. Los mítines, que ahora resuenan con intensidad, son la mejor demostración de ello. Lugares en los que escuchamos, ya anestesiados, como se vilipendian palabras que deberían ser sagradas como familia o feminismo, solidaridad o cooperación, pobreza o salud, empresario o trabajador, esfuerzo o sacrificio, abusos o violencia... Justicia, Constitución y Democracia.

Ocurre cuando hablan de diálogo: reclaman tender puentes pero, al mismo tiempo, los esquivan o los dinamitan. Pasa cuando claman por los consensos: dan la mano pero a su vez embarran cualquier opción de estrecharla. Sólo se logra, una cosa u otra, cuando conviene al líder o al partido. Cuando hay beneficio personal, más allá del interés general. ¿Mantienen las coaliciones de gobierno porque creen en ellas o para perpetuarse en el poder? ¿Facilitarán los debates electorales después de reclamar que se contrasten ideas? ¿Se impondrá el respeto y la buena educación después de estar acusándose unos a otros de proferirse insultos -de Pedro Sánchez a Núñez Feijóo, y viceversa; de Ximo Puig a Carlos Mazón, y al contrario?-. Los extremos políticos en los que nos hemos ido asentando -a nivel regional, nacional e internacional (quién olvida a Donald Trump)- han ido acelerando este atentado constante a la verdad y a las palabras que la salvaguardan. Tan sólo la memoria, la hemeroteca de los recuerdos de cada cual, nos sirve para poder discernir entre la falsedad y la certeza. Y, a partir de ella, descubrir quién es quien. Aunque, ya todos tenemos claro, que esa hemeroteca deja desnudos a muchos. A casi todos. Porque sería interminable el listado de promesas vestidas con envolturas gloriosas que luego se hundieron en el olvido. En la política municipal, donde Joan Ribó debutó prometiendo la Gran Valencia, hasta la autonómica, donde Ximo Puig presagió el final de la infrafinanciación. O el propio Sánchez que es un aplastante ejemplo de uso del lenguaje manoseado: sus consideraciones respecto a Bildu antes y después de ser presidente; lo que decía de los cómplices del 'procés' cuando los tenía enfrente y cuando después pactó (y pacta) con ellos; lo que pensaba de los grandes empresarios y la banca cuando necesitaba sentarse con los altos poderes y cuando ha precisado atacarles para reposicionarse en su papel populista ante las urnas.

«La palabra está harta de mentiras», decía Gelman, con razón. Como la tenía también otro portento llamado Pablo Neruda cuando escribía sobre ella que es «correo del amor pero también arrabal del odio». Para nuestra desgracia, esta última acepción es la que está imperando en nuestras vidas. Y eso es un peligro. Mayor del que pensamos. Porque si dejamos de creer en el lenguaje, en los mensajes, en lo que nos dicen los políticos, en el periodismo de usar y tirar, en el ámbito empresarial... nos estamos asomando al abismo. Porque dejaremos de confiar unos con otros y, entonces, habremos perdido esa cualidad extraordinaria que tenemos los humanos respecto al resto del mundo animal que es la de poder comunicar y comunicarse para lograr consensos, para dialogar, para establecer cauces de entendimiento, para solucionar problemas, para llenar de contenido eso que llamamos Democracia. Si dejamos de creer en la palabra del otro nos hundiremos en el extensísimo desierto de la mentira y nos instalaremos en el arrabal del odio.

Es domingo, 5 de febrero. El escritor Eduardo Galeano defendía que las cosas importantes se mueren cuando se las nombra «y que hay que desconfiar de las palabras emputecidas por el uso».

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