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Así ha quedado el bingo de Valencia arrasado por el incendio

La sociedad del miedo

ROSEBUD ·

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 21 de diciembre 2020, 08:48

El amor está por todas partes, repite Wet Wet Wet. En el aire de John Paul Young, el fuego de Jim Morrison, el corazón de Céline Dion. Resbala por las teclas del viejo piano de Sam, se vuelve humo con cada calada de Rick, desaparece entre la niebla que devora a Ilsa, cogida ya para siempre del brazo de Laszlo. Sin embargo, hace tiempo que esta fuerza impetuosa capaz de fundir los polos declina ante un estímulo superior, un retortijón emocional de mayor alcance, ingobernable. El miedo. Espejo de la vida, el cine enseguida aprendió a empuñar un arma tan poderosa. Era tal el pavor que infligía a Colin Clive la minuciosa caracterización de Boris Karloff en 'El doctor Frankenstein' que se quedaba petrificado, por lo que ambos actores tuvieron que pactar un código para dejar de acumular tomas falsas. El hombre bajo la bestia movería constantemente un meñique, fuera de cámara, y de ese modo su partenaire jamás desconectaría de la realidad. Con un simple dedo lograron derrotar al miedo. Si los ojos se habitúan a lo que ven, lo desactivan. Así de sencillo. Pero el antídoto no era infalible, porque hay otro pánico más temible por inabarcable, el que procede de lo desconocido, y con él no valen trucos de feria. Lo exploró Spielberg en su primer taquillazo. Sin medios técnicos para diseñar un tiburón blanco imponente y verosímil, el director se refugió en la partitura del maestro Williams. La amenaza no sería ya un escualo asesino, ni siquiera necesitaba mostrarlo en pantalla. Bastaría con el martilleo perturbador de una tuba y dos sencillas notas, el inquietante tictac que marca la hora de la sangre, para cubrirnos de piel de gallina. Es este el tipo de terror al que nos enfrentamos ahora, el que sin verse se huele, próspero recurso cinematográfico pero el peor de los enemigos cuando descansan las claquetas y no hay títulos de crédito que nos rescaten de la pesadilla. La sociedad del amor quedó restringida a hippies y soñadores, el resto malvivimos en la del miedo a lo invisible. A este sombrío dilema que nos obliga a elegir entre ruina o muerte mientras el lúgubre contador diario suma las víctimas de trescientas en trescientas. Al hosco futuro para los jóvenes, devaluados los estudios, esquilmado el mercado laboral. El miedo de los mayores, recluidos en sus casas y en sí mismos, agarrados a una pensión incierta o a la confianza en que esta Navidad sin nietos no sea la última. Miedo a los políticos que se arrogan la potestad de manejar los hilos de la justicia, líderes de mentira cuya debilidad resucita a otro monstruo más espantoso que el de Shelley, el extremismo ideológico empeñado en hacer añicos la piñata de la convivencia. Nuestros miedos viajan en cayuco, observan desde esa persiana de bar que tan pronto sube como baja o tras la caja registradora que dejó de sonar, se hunden en la mirada de la víctima de malos tratos. No los vemos, pero ahí están. Pide Freddie Mercury que alguien le ayude a encontrar el amor. Si obtienes respuesta avisa, genio.

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