Campechano, espontáneo, natural, cercano, divertido... Juan Carlos I era un maestro del carisma. Se desenvolvía con frescura en círculos políticos y económicos de ámbito nacional e internacional. Las Olimpiadas de Barcelona 92 consolidaron su imagen de puntal para la prosperidad de España. Actuaba como un factótum. Su mediación o interlocución sobre un asunto daba garantía de éxito. Era la figura principal, casi única en nuestro país, con capacidad para ejercer eso que se conoce como 'soft power'. El geopolítico estadounidense Joseph Nye se inventó este concepto para describir la destreza con la que un estado puede manejarse persuadiendo a otros sin emplear medios coercitivos. Nye explicaba que el liderazgo se puede tomar bajo las armas del poder duro, 'hard power', en el que se usa la fuerza o se amenaza con ella, o sobre los instrumentos del poder blando, 'soft power', tejiendo redes de confianza sobre la base de valores políticos, cultura y relaciones exteriores. Don Juan Carlos estableció un laborioso networking para impulsar el desarrollo de gobiernos de distinto signo y de multitud de empresas. Hasta que una malhadada caída en la que se fracturó la cadera durante una cacería de elefantes en Botsuana en abril de 2012 abrió la puerta de su ocaso. Desde aquel momento hasta hoy no han dejado de salir a la luz detalles íntimos de sus actividades opacas, a las que presuntamente también se dedicaba con entusiasmo al margen de las audiencias oficiales en la Zarzuela. Ahora acaba de abonar a la Agencia Tributaria más de cuatro millones de euros por rentas que no declaró durante varios ejercicios que sobrepasarían los ocho millones de euros por pagos en vuelos en jet privado a través de una fundación. Es la segunda regularización fiscal tras la de 678.393 euros que saldó en diciembre por unas donaciones no declaradas de un empresario mexicano. Dos movimientos con los que elude el delito fiscal al adelantarse a ser investigado pero con los que admite que cometió fraude en periodos posteriores a su abdicación, en los que ya no gozaba de inviolabilidad.
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El rey emérito fue el gran ausente en la conmemoración del cuarenta aniversario del intento de golpe de Estado del 23-F. Felipe VI destacó su «firmeza y autoridad». Eran las primeras palabras que le dedicaba en público desde que su padre se marchó a Abu Dabi: «Asumió su responsabilidad para que se tomaran todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente». Su intervención fue decisiva y formará parte de su legado institucional. Pero también su otra faceta posterior que escapa a los principios éticos y morales a los que el Rey aludía en la última Nochebuena. Y que, según sentenciaba, están por encima de consideraciones «personales o familiares». La cuestión es si los escándalos financieros que salpican al emérito son todos los que están y si pasarán factura a la monarquía a la que representó durante 39 años como jefe de Estado.
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