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La ola de justicia populachera necesitaba pringados de ringorrango para saciar su hambre. El ojo del huracán de los revueltos tiempos de caza de brujas quizá cristalizó en la figura de un mozo alto, rubio, de ojos azules, no muy brillante en la zona académica pero superior en el terreno del matrimonio al emparentar con el círculo exclusivo de nuestra España entre mágica, pícara y formidable.
A Urdangarín le colapsó la codicia, la corte de pelotilleros que le daban la razón, los excesos de una sociedad que se creía rica y con fundamento para siempre, un colega espabilado con cara de conejo que manejaba a su antojo los números y la sensación de invulnerable que acompañaba la estampa de los poderosos. Pero nuestro sistema funciona mejor de lo que la turbachusma que gusta de insultar al personal durante el sádico paseíllo hacia los tribunales intuye. Así, frente a los agoreros que mentían al afirmar que los listillos, los desahogados y los sinvergüenzas nunca irían a la cárcel, resultó que sí viajaron a la sombra intramuros, y de qué manera, y con notable o excesivo rigor debido a la situación de histerismo colectivo que convenía neutralizar. Entrullado el antaño astro del balonmano, las aguas adquirieron el sosiego del caníbal que efectúa la digestión tras el festín. Coño, qué cosas, al final va y al tipo lo metieron en la cárcel y eso que estaba casado con una hija del Rey. Pues sí. Ahora, el blondo ángel caído podrá salir dos veces a la semana para ventilarse y participar en un voluntariado que le permitirá escapar antes del encierro. Nada hay ilegal en la propuesta, pero no me extrañaría que precisamente esa izquierda siempre atenta y bondadosa a la reinserción de los presos ponga en este caso el grito en el cielo. Según ellos los señoritos finos no merecen aprovechar las grietas de la ley.
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