Urgente Bernabé confirma a la jueza parte de la versión de Pradas: «En el Cecopi no se habló del barranco del Poyo»

Un mínimo conocimiento de la historia, por no decir que unas pocas briznas de sensatez, aleja a cualquier persona razonable de las ideologías más extremas de la derecha política, al menos en España. El fascismo apenas cuenta en nuestro país con adeptos. Otra cosa es que la ideología dominante, la corrección política, tache de fascista a todo aquel que no comulga obedientemente con sus férreos postulados, no sólo respecto al género (el hombre por ser hombre es sospechoso) o la raza (el blanco por ser blanco es culpable) sino de manera más general en lo que hace referencia al dominio de un marxismo cultural que lo impregna todo.

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El capitalismo, sentencia la dictadura del pensamiento único, es un sistema perverso, un modelo económico basado en la explotación que no tiene en cuenta las necesidades de las personas, multiplica las desigualdades y es incapaz de distribuir equitativamente la riqueza. Pero -según nos explican los profetas de una corriente de opinión mayoritaria en las aulas universitarias y en los centros culturales- para corregir sus defectos existe una ideología liberadora, la izquierda, en sus distintas variantes, socialismo y comunismo.

Ocurre, no obstante (un pequeño problemilla que no entorpece el proyecto trazado), que allá donde se ha probado el comunismo y el llamado «socialismo democrático» ha acabado provocando no el reparto de la riqueza sino la extensión de la pobreza mientras mantenía las desigualdades, sustituyendo la antigua casta dominante por la nueva nomenklatura, e instaurando un régimen de represión y persecución con millones de presos en los gulags soviéticos, en los campos de la muerte camboyanos o en el mismo muro de Berlín cuando trataban de escapar del paraíso a Occidente.

Incluso en este caso, cuando concurren dichas circunstancias, los fieles militantes y los intelectuales del régimen tienen la respuesta preparada: es que, en realidad, no eran comunistas. El comunismo o el socialismo -nos explican poniendo voz de impaciencia y de un cierto hartazgo intelectual- no es eso, ni mucho menos. Los «experimentos fallidos» -que tan sólo, añado yo, nos han costado unos cien millones de muertos- no pueden ser calificados como comunismo. Son perversiones de un ideal, fracasos achacables a las personas que lo contaminan, interpretaciones erróneas que no arruinan ni invalidan el fin superior.

¿Exagero? Veamos sólo un ejemplo. Miguel Ríos, el cantante granadino, entrevistado la semana pasada en El País Semanal. Conocido por su ideología de izquierdas, no tiene inconveniente (faltaría más) en arremeter contra el ascenso de Vox («es una putada») y en declarar que la ultraderecha «es mala para el ser humano». Pero lo bueno llega cuando desarrolla esta declaración: «Para mí cualquier tipo de fascismo, y aquí se puede incluir el comunismo tal y como lo entendió Stalin, es pernicioso para el ser humano». El comunismo «tal y como lo entendió Stalin»... Es decir, el comunismo tal y como lo entendió Brézhnev, no, ése sí que era bueno, y el de Andropov ni te cuento, por no hablar del de Chernenko, una auténtica maravilla. Aunque, eso sí, en un momento de la entrevista reconoce que no le hubiera gustado mucho tener que vivir en la URSS. Igual es que el paraíso no era tal.

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Stalin, en fin, era un fascista y no lo sabíamos (o sí, no olviden el pacto Mólotov-Ribbentrop por el que comunistas y nazis se repartieron Polonia). El blanqueamiento de las distintas variantes del pensamiento marxista es lo que permite que los dirigentes de izquierdas sigan blandiendo el puño en alto como saludo de representación política y que semejante anacronismo sea visto con normalidad y no produzca un unánime rechazo. Escribía Andrés Trapiello el viernes en El Mundo que en estos momentos España levanta el puño, no sólo Bildu, Podemos o ERC, el propio Pedro Sánchez gusta de hacerlo. Y no sólo es simbólico, es toda una declaración de intenciones de una manera de gobernar, de entender la política, las relaciones humanas, la vida. Uno se instala cómodamente en la superioridad moral de la izquierda, desprecia a los contrarios, reparte credenciales del buen demócrata y jamás reconoce los errores cometidos. Es así como mientras levantar el brazo es lógicamente visto hoy como una excentricidad propìa de un demente, aún se puede levantar el puño tranquilamente, despreciando la memoria de sus cien millones de víctimas. Al fin y al cabo, pensarán, no son nuestras, son de fascistas como Stalin.

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