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El sueño del mono ingenuo

ROSEBUD ·

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 24 de octubre 2022

Érase una vez un mono. Y como todos los monos, hacía monadas. Una de ellas, mira qué mono, fue inventar el lenguaje. Irrelevante hasta entonces, carne de cañón en un mundo de depredadores más fuertes que él, nuestro frágil primate acababa así de forjar sin ... saberlo su arma infalible, de cuya mano treparía por la pirámide alimentaria, como antes lo hacía medroso a las ramas, para erigirse contra toda lógica en el nuevo dominador del planeta. El ingenioso hallazgo trajo consigo la capacidad de cooperar y protegerse, conquistada la fuerza por la vía de la unión, pero el proceso no se detuvo ahí. Con el entendimiento llegaron los intercambios, la sensación de prójimo, la conciencia colectiva, y a medida que la palabra florecía fruto del mestizaje cultural eclosionaron idiomas y dialectos, vocablos y pronunciaciones; infinitas formas de decir lo mismo, dame tu mano o toma la mía, de alimentar lo que nos une y negociar las divergencias. Arrellanado en su insospechada supremacía, resolvió entonces el mono llamarse hombre y erguido física y moralmente holló el umbral de la omnipotencia. Pero toda historia tiene sus zonas de sombra, y entre sujeto, verbo y predicado no tardaron en anidar la ambición y los salvapatrias, y la política con su cara mala, la que lejos de solventar problemas pervierte, decidida a apoderarse del sueño de concordia del mono ingenuo. Así fue como 70.000 años después del milagro que salvó nuestras vidas irrumpieron en la torre de Babel los guerreros de la lengua, cizañeros prestos a prostituir sus esencias, a sustituir el «ven» por un «vete» e invocar el derecho de admisión, corrompiendo la argamasa social que nos hizo únicos. Desde tu atalaya en el origen de los tiempos, dime padre mono qué te parece que hijos tuyos expulsen a instructores de música porque sólo dominan uno de los dos idiomas de la manada. ¿Qué más da que sean buenos y además hablen el otro? Por descontado que Mozart tampoco tendría sitio en su cortijo. Idéntico rasero aplicarían gustosos a los médicos, como si a la hora de jugarte las bananas en un quirófano, padre mono, lo mismo importaran acierto y acento. Cuentan, no vas a creerlo, que la tribu que se asienta más allá del río anda en armas porque tres horas de enseñanza en una de sus lenguas le parecen pocas si a cambio debe tolerar sesenta minutos en la otra. Luego viene el contrapeso a todos estos, ejercido por señoritos cosmopolitas que desprecian la voz autóctona; cosa de paletos, parecen pensar con el desdén de aquel idiota que escupía al populacho desde lo alto de su palco en el cine Paradiso de Tornatore. Y en medio va a lo suyo otra facción siempre enredada en peleas identitarias, a vueltas con lo que «som» y «no som», rebozados en banderas sus prosélitos pero tantas veces incapaces de articular tres frases en esa gramática por cuyo pedigrí darían la vida. Estoy contigo, padre mono, si por todos estos fuera seguiríamos en el árbol. Difícil progresar cuando cada vez que toca hablar de respeto se nos traba la lengua. Les diré de tu parte que los idiomas no se imponen, se hablan, impregnados unos de otros, para que penetren en el acervo de forma natural, sin exclusiones ni guetos, y los sintamos como propios. Quien más culturas domina más rico es, pero no lo entienden. ¿Érase una vez un mono? Érase una vez un monstruo.

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