Pese a mi irreversible descreimiento político, siempre me divirtieron las noches electorales. Esa sensación de carrusel deportivo, con el pulso del escrutinio, el desparrame entre tertulianos de todo pelaje y las reacciones de los protagonistas, atiborradas de tópicos; ora saca pecho el vencedor, ora recompone discurso el vencido para simular que no lo es y evitar que la reina de corazones se ventile su negocio de rentabilidad cuatrienal al grito de «que le corten la cabeza». Todo ello a la espera del auténtico partido, que se disputa ya sin urnas, donde los pactos del hambre liman la oratoria, reorientan las brújulas tantos grados como sea necesario y deciden las eliminatorias. Entonces los principios se marchitan en la pizarra, sólo importa el resultado y a nadie extraña que la alianza mute en veto sin mayor transición que el puente aéreo. En efecto, vista desde el desarraigo la política apenas difiere del fútbol, dos actividades envueltas en ruido y cuyo desempeño permite a una élite compartir notoriedad y tener la vida resuelta. En ambos ámbitos medran tuercebotas con astucia suficiente para pasar inadvertidos. Tarde o temprano se les ve el cartón, pero puede que cuando eso suceda no haya forma de impedir la derrota. Algo así ocurrirá en Cataluña. Sin juzgar el trasfondo ideológico, allá cada cual con su credo, me pregunto cómo es posible que con veinte mil muertos por la pandemia y un desplome del 40% en la inversión extranjera, con siete mil empresas a la fuga o diez mil euros de deuda pública autonómica per cápita, todo el debate siga orbitando alrededor de la independencia; en este distópico 2021 igual que en 2017, sin mayor horizonte programático que hornear mártires dispuestos a vivir entre rejas por una quimera o amnistiar a quienes eligieron la senda del forajido para imponerla por las bravas. Esta vez, sin embargo, la pobreza intelectual y moral de la clase política no lo justifica todo. La sociedad catalana lleva en el pecado la penitencia y 1,3 millones de votos demuestran que tiene lo que merece por caer una y otra vez en la trampa, condenándonos al resto con su suicidio a otros cuatro años de cháchara soberanista para amenizar la singladura entre crisis. El 14-F confirmó que no hay mejor expectativa que no esperar nada. Todo es una gran mentira, como confesó Montero cuando Iglesias tensó la cuerda por los extremos. Está en campaña, dijo, sin reparar en que quien finge una vez lo puede hacer cientos. Presentaba Orson Welles al magnate Charles Foster Kane como el hombre que en política fue siempre novio, nunca esposo. Sigamos su ejemplo y reservemos las adhesiones inquebrantables para quien las merezca. Al final lo único que valió la pena del domingo fue San Valentín.
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