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Los japoneses han convertido en un arte la contemplación de las piedras. Se sientan con reverencia ante ellas y dejan volar la mente con el sano propósito de mitigar las ansiedades de la vida a través de la belleza. He de confesar que he visto ... unos cuantos jardines, algunos muy famosos como el del templo Ryoanji de Kioto, y su observación me ha dejado más bien indiferente pese al silencio, la atmósfera mística y el sonido sugerente de los pies descalzos sobre maderas centenarias. Sin embargo, no estoy en contra de la meditación rocosa. Todo lo contrario, alcanzo ese estado de paz mental utilizando lo que podríamos llamar piedras del terreno. No unas cualquiera, por supuesto, sino aquellas, como las de la imagen (si mal no recuerdo de un bancal cercano a Vistabella), situadas por manos expertas formando un sólido muro para el que no hace falta ningún otro ingrediente. Siempre me ha parecido un trabajo complicado y del que se pueden extraer, al modo japonés, múltiples enseñanzas. Tenemos, por una parte, el uso sin alterar de aquello que nos da la naturaleza. Un montón de guijarros a los que la mano humana transforma en pared en un ejercicio que mezcla la pericia, la observación y el cálculo. Tenemos, por otra parte, el proceso. El tiempo que transcurre mientras unas piezas desordenadas van encajando como por arte de magia en un patrón único e irrepetible. Aquí, como en la vida, no hay una imagen previa por construir a modo de puzzle. Ni hay una sola forma de resolver la cuestión, cada parte es igualmente útil para el todo. Y si los japoneses se dedicaran a estas cosas, algún día lo descubrirán, a buen seguro elaborarían poéticas teorías sobre como la piedra seca es la solución artística perfecta al problema del caos.
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