Lo peor de estar muerto, políticamente hablando, es no darse cuenta. A Mónica Oltra la pasa algo de eso. Ignoro si la vicepresidenta del Consell piensa recurrir al manido argumento de la confabulación político-judicial para tratar de justificar la posición de la Fiscalía en ... relación con su imputación por el caso de los abusos a una menor tutelada por la Generalitat. Si lo hace, incurrirá exactamente en la misma explicación que en su día dieron algunos cargos populares, cuando la señalaban precisamente a ella y a un fiscal anticorrupción por maniobrar de una forma más o menos oscura para atizar el fuego de la corrupción. La carrera política de la líder de Compromís ha finalizado, y lo único que falta es que le ponga fecha a su salida. Lo saben sus socios del PSPV, que cada vez con más claridad le piden que se aparte para no arrastrar a todo el tripartito, y en particular a Ximo Puig. Y lo sabía Vicent Marzà el día que dejó su cargo en la conselleria de Educación para dejar en evidencia a su 'compañera' de coalición. Marzà hizo exactamente eso que hacía Leo Messi cuando, aparentemente desconectado de lo que ocurría en el encuentro, se quedaba parado en una banda a la espera de que le llegara el balón. El exconseller está a la espera de que le llegue el balón del liderazgo de la coalición y, de paso, devolver el equilibrio orgánico natural a Compromís -porque eso de que un partido con menos militancia que muchas reuniones de escalera lidere una coalición por encima de la formación mayoritaria resulta insostenible-. Oltra, y quizá su entorno, harían bien en no prolongar una agonía que, en buena lógica, le atropellará el día que la Sala de lo Civil y Penal del TSJ decida imputarla. A Francisco Camps le costó tiempo asumir su situación en 2011, después de lograr una mayoría absoluta sideral. A Oltra, al menos, no le ha ocurrido como a Helga Schmidt. Ni han ido helicópteros a buscarla ni la han sacado en camisón del hotel en el que vivía. La líder de Compromís lo va a tener mal para sostenerse cada viernes ante los medios de comunicación. Y Puig lo va a tener aún peor para justificar que el Gobierno valenciano tenga que verse sometido a ese desgaste, a esa imagen de apalancamiento contra todo y contra todos. Se lo dijo Gabriela Bravo, probablemente conocedora de lo que iba a acabar ocurriendo. «Si se compromete la credibilidad de la institución, me plantearía irme». La institución no puede servir de trinchera en la que esconderse frente a las responsabilidades judiciales. Ni sirve de excusa para denunciar maniobras o confabulaciones. La hipoteca reputacional, la sombra de la sospecha permanente por comportamientos irregulares, se cierne sobre la Comunitat. Y quien tendría la capacidad para evitarlo, el presidente, no lo hace.

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