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Así ha quedado el bingo de Valencia arrasado por el incendio

Tiempos para el escepticismo

ROSEBUD ·

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 19 de octubre 2020, 07:46

El ciclismo tuvo su momento, y a fe que fue glorioso. Llenaba cada vacío, resorte de un pueblo que esperaba oír «ataca Perico» para dejar de respirar. Lo sabíamos todo sobre ellos, enjutos guerreros con linimento por cota de malla. Que había un volcán en Baracaldo, de nombre Juan Tomás y apellido castizo, o que Alpe d'Huez tiene 21 curvas. Que en Bérriz crecía un junco enraizado en la montaña pero marino hasta las cachas. Que los colombianos nacían emparentados con el escarabajo, algo que nunca entendí y ya prefiero no averiguar, o que ciertos abanicos en vez de oxigenar cortan el aliento cuando el asfalto se aplana como la Tierra de los descreídos. Éramos capaces de escuchar con deleite, machacona cual Bolero de Ravel, la matraca del director de equipo que guiaba a su pupilo por el páramo de la contrarreloj individual. Aquel infinito «vamos, vamos» mientras frente a él se deslomaba en su caballo de fibra de carbono el héroe de nuestras sobremesas, envuelto en hábitos aerodinámicos a medio camino entre el Alien de Ridley Scott y un hombre del espacio. En esa partitura de alquitrán y sudor se escribía año a año la canción del verano, y así íbamos de 'Con los dedos de una mano' a 'Me estoy volviendo loco', Azul y Negro siempre presente en los canturreos. Igual que el Campeador, aquellos caballeros tenían su camino, con parada y fonda en cada castillo. El Barraco era de Arroyo y Segovia de Delgado; Ponteareas de Pino y Villava del gigante amarillo. Juro que sentí en mis carnes la tragedia de Alberto Fernández, vibré con la guerrilla de Chozas, odié a Roche o me teletransporté para dar a Perico esos empellones que tanto le molestaban cuando enfilaba hacia el cielo. Pero llegaron las bolsas de sangre, los vampiros insomnes, e inicié mi descenso del Mortirolo. Aun sabiéndome verdugo de justos por pecadores, perdí la fe en un universo que de súbito se revelaba repleto de espejismos. Cuanto más se admira a un ídolo, y créanme que aquellos titanes bronceados lo eran, menos se titubea al descubrirle los pies de barro. El fútbol, voraz enredadera, no tardó en colonizar los desconchones del alma. Él nunca me fallará, elucubré, pero otra deserción se barrunta. Este VAR con uve de veleta; el euro como divisa de la esperanza; el negocio del sentimiento, su sombra densa proyectada sobre un deporte capaz de nublar la ilusión con un caprichoso telefonazo desde cualquier spa de Singapur. No olvido la sonrisa de niño dibujada en el rostro ya entonces sesentón del viejo Ramón el día en que al fin vio debutar de blanco a Romario. Apuesto a que ni rastro de aquel brillo quedaba en él cuando hace unos días se le apagó la vida. Sentado junto a su recuerdo miro mi pedestal, huérfano de balón, otra vez vacío. Decía un profesor escéptico ante los métodos de Keating (Robin Williams) en 'El club de los poetas muertos' que todo corazón libre de necios sueños conduce a un hombre feliz. No hace falta lacerarse así, pero asumamos que hasta a la más bella ensoñación le aguarda su despertar. Por lo común, con el pie izquierdo.

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