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Qué fatuo esto de apelar a la honra cuando tu panza cacarea pletórica. Qué lindo abombar el michelín mientras entonas la canción del orgullo, la patria, el pérfido enemigo exterior y todo ese mejunje pastoso que ya no conmueve ni a las comadres más desdentadas. Maduro gallea recio con el hambre de sus súbditos pero, a este paso, va a ser el único venezolano con sobrepeso en mitad de la hambruna. Guaidó luce perfil esbelto y juncal como si fuese un Obama bañado por el Caribe; Maduro relincha desde sus poderosos carrillos enmarcados en un corpachón que revela amor hacia el yantar de la buena mesa. El líder gordinflas sin duda es la principal característica de las dictaduras comunistas. Bajo la tiranía comunista todos mantienen envidiable cintura de avispa y vientre plano o extraplano. Todos salvo el jefe, que para eso es el único que zampa hasta saciar su imparable apetito. Mao era el gordo solitario y feroz de aquella China en la cual todos vestían uniforme y se desplazaban en bicicleta sin necesidad de carriles. En Corea del Norte sólo los del divino linaje Kim han mostrado tripón como de posadero cervantino. Ese barrigón se heredaba, parece ser, con el cargo de tirano nuclear. Aunque de elevada estatura, a Fidel Castro pronto le nació la curva abdominal de la felicidad que también proyectó su achaparrado hermano Raúl. El sueño comunista cristaliza en el volumen del gerifalte que jamás se sometió a las urnas o a los rigores alimenticios. Maduro niega la ayuda humanitaria a sus compatriotas porque a él nunca le falta un buen solomillo rezumando sangre. Todas sus bravatas se desinflarían si le dejasen un día a pan y agua porque estos matachinches acumulan la grasa del resentimiento. Frente a las dietas milagrosas el comunismo representa la mejor cura de adelgazamiento. Y de muerte lenta.
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