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CÉSAR GAVELA
Miércoles, 11 de julio 2018, 10:09
En 1982, cuando Jordi Pujol apenas había cumplido un bienio al frente de la Generalitat, el escritor Félix de Azúa publicó un artículo en el diario El País que fue un aldabonazo sobre los objetivos culturales del nacionalismo catalán. El texto, valiente e insólito entonces, comparaba a la ciudad de Barcelona con el hundimiento del 'Titanic'. El naufragio era la triste metáfora del sectarismo cultural, esa dolencia que siempre alienta en todo nacionalismo, por muy moderno y sonriente que se quiera poner.
En aquella Barcelona cada día más acosada en su universalismo (empeño por otra parte baldío) ya empezaba a esbozarse la marginación del idioma común español. De ese castellano que hablamos ahora 577 millones de personas en el mundo. Persecución que iría en aumento, hasta alcanzar la situación actual, donde se multa a los comerciantes que rotulan sus negocios en el idioma cervantino, que, por otra parte, también es plenamente catalán.
A ese organizado olvido se unen un sinfín de iniciativas sectarias, pagadas con el dinero de todos, como la manipulación en las aulas o en los medios de comunicación públicos o el retorcido uso de las subvenciones. Y esos fueron los remotos antecedentes de lo que vino luego. De esa catástrofe social que tuvo un impulso clave en el gravísimo error de Zapatero, cuando apoyó una reforma estatutaria manifiestamente anticonstitucional. Origen de la sentencia que la anulaba en parte, y que a su vez fue el gran acicate para la reaparición de un independentismo catalán muy radical y agresivo. ZP, y la dura crisis económica, son los principales causantes del desencuentro actual, tan enconado como absurdo.
Y bien, ¿qué sucede en Valencia? Pues que el mismo magma político que en Cataluña fue propiciando el desastre, también actúa aquí. Con más habilidad y disimulo porque los secesionistas valencianos son muchos menos. Pero no por ello dejan de intentar la botadura de otro 'Titanic'. Un trasatlántico que, como el catalán, tiene muchos puentes de mando. El primero, ir logrando la inexistencia del idioma castellano en el escenario público. Propósito cerril y avieso en una sociedad que habla mayoritariamente el castellano y que, por otra parte, suscribe la enseñanza y uso del valenciano. Pero desde la convivencia de los dos idiomas, no desde la necia marginación de uno de ellos.
Los políticos nacionalistas -entre los que no faltan muchos analfabetos culturales- favorecen una mirada de cuño folklórico, populista, lacrimógeno, clientelar y autosatisfecho. Un camino que poco tiene que ver con la vocación universalista, crítica y exigente de la experiencia artística. Pero estamos en el tiempo de soberanistas; de quienes, con menos de la quinta parte de los votos valencianos, dominan el poder cultural y educativo de esta tierra. Con la entusiasta o resignada anuencia de sus coaligados socialistas.
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