Urgente La Primitiva de este lunes deja tres premios de 35.758,38 euros

Una vez, a punto de subir al London Eye, esa noria cerrada que te permite admirar Londres a vista de pájaro, me topé con el hombre más alto del mundo. Era un chino con aspecto enclenque, largo y delgado como un espagueti, que se ayudaba de unas muletas para caminar. Creo recordar que medía sobre 2,40 y yo, que ando por el 1,90, me sentí diminuto con ese medio metro de diferencia que es un abismo.

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Con la inexperiencia del que jamás se toma fotos con los famosos, intenté hacerme el disimulado y me coloqué torpemente a su lado mientras mi mujercita, más enanita aún, me hacía fotos a cierta distancia. Desde su azotea, aquel gigante bonachón me lanzó una sonrisa entre burlona y clemente para darme a entender que me había visto venir desde hacía diez minutos. Los gigantes siempre nos impresionaron. Y creo que por eso Vladimir Tkachenko se hizo tan célebre en España. Tkachenko, por si hay algún joven que aún lee los periódicos, fue un jugador de baloncesto que se convirtió en mucho más que un jugador de baloncesto. Porque este ucraniano de 2,21 metros, además de pívot, fue un concepto -creo que a los que se flipan con su estatura aún se les suelta aquello de '¿Qué te crees, Tkachenko?'- y algo así como la representación del comunismo.

Tkachenko no solo era muy alto y muy grande. Tkachenko lucía un característico bigote mexicano y observaba el mundo por encima de una mandíbula prominente como un balcón. Su aspecto grotesco, casi de atracción del circo de los tiempos de la mujer barbuda, lo completaba con su porte cheposo, unas muñequeras, unos pantaloncitos por debajo de las ingles y una camiseta de tirantes tan ceñida que hoy da risa. Aquel jugador de los 70 y los 80 se convirtió en un mito en blanco y negro. Su figura daba miedo, aunque luego, en realidad, era un tipo muy noble que no se comía a los niños ni nada. Ucraniano de nacimiento, en cuanto despuntó en el Stroikel de Kiev, lo reclutó el TSKA, el equipo del ejército. Su primera aparición en España fue en un campeonato júnior que jugó la URSS en Santiago de Compostela allá por 1976.

Durante años, hasta que el lituano Arvidas Sabonis revolucionó el baloncesto, fue el pívot más dominante de Europa. Cerca del aro era imparable y, con el tiempo, desarrolló un tirito de larga distancia que no estaba nada mal. En defensa era un taponador temible y cambiaba todos los tiros de corta distancia.

Aquel larguirucho empezó de niño en el fútbol, de defensa, pero le desbordaban con tanta facilidad que acabó recluido en la portería. Hasta que un día llegó el entrenador de baloncesto, lo cogió del pescuezo y se lo llevó al lado de una canasta, como recordó Jordi Román en el libro '8 pies' dedicado a la 'secuoyas' de la historia del baloncesto.

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No llegó a la NBA porque vivía en la URSS. A cambio, dominó en Europa, ganó un Mundial y fracasó estrepitosamente en aquellos Juegos de Moscú 80 sin Estados Unidos. Sus partidos contra el Real Madrid -cuando jugaban en Moscú empezaban a la 3 o las 4 de la tarde y me hacía el remolón en casa para poder ver un rato a Tkachenko- y la selección española fueron memorables. El gigante soviético devoraba a Fernando Romay, nuestro gigante de 2,13, y Juanito de la Cruz, un chico de 2,05 que intentaba tirar de picaresca. Hace unos días me acordé de él porque un amigo juraba y perjuraba que había jugado en el Benaguasil. Pero no. Cuando Gorbachov abrió las fronteras para los deportistas, Tkachenko militó un año en el Guadalajara, en 1ªB. Llenó todos los pabellones donde actuó y promedió casi 18 puntos y 8 rebotes por partido. El equipo acabó cuarto y se quedó a las puertas de la ACB.

Después, con las rodillas y la espalda destrozadas, regresó a Moscú para trabajar de telefonista en una compañía de taxis. Allí sigue, aunque ahora, recién cumplidos los 61, está empleado en una empresa de recogida de basura. Su etapa como estrella del baloncesto no le dio para vivir de rentas. En su día tenía una vivienda y un automóvil. Poco más. Por eso él y todos, como aquellos otros gigantes -Pankrashkin, Goborov, Belostenny... que causaban pavor en todas las canchas de Europa-, aprovechaban los viajes para hacer un poco de trapicheo comprando tabaco, ropa y algo de electrónica y revendiéndolo después en Moscú.

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Aquel ogro entrañable tiene muy buen recuerdo de España. Quizá porque Romay, que calza la misma talla que él, un 55, le envía zapatos periódicamente.

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