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Mi padre aprendió a hacer tortillas de patata cuando se jubiló. Él, que no frecuentaba la cocina para nada, se convirtió en todo un experto en el huevo batido. Tanto que, durante un tiempo, se dedicó a ir una tarde a la semana a casa ... de cada una de mis hermanas para dejarles la cena preparada. Contra todo pronóstico -por la absoluta falta de experiencia previa- sus tortillas resultaron excelentes, adquirieron fama más allá de nuestro salón y las solicitudes se le acumulaban. Toda la vida trabajando para que, cuando se supone que empezaba su etapa de mayor descanso, sus hijos le explotásemos de esa forma. A él, que se caracterizó entre otras muchas cosas por ser muy generoso, esta nueva labor que le imponíamos le llenaba de satisfacción. Y se picaba consigo mismo para mejorarse frente a la sartén, al punto de volverse hasta demasiado exigente con el resultado final.
Yo aprovechaba cada regreso al hogar familiar para pedirle que me deleitase con su plato estrella. Y cuando venía a visitarme a Valencia no dudaba en alardear de su buena mano frente a amigos y familiares. Y siempre me dejaba en buen lugar. Hay quien todavía, cuando sale la conversación, me recuerda lo ricas que estaban.
A mí no hace falta que me lo recuerden. Lo pienso cada vez que me echo a la boca un pincho de tortilla. Y mira que las he probado exquisitas, pero las de mi padre no se olvidan. Tal vez porque aquel sabor me transporta a otra época, a un momento pasado en el que éramos un poco más inocentes, y a cuando a la vida todavía no le había dado tiempo a herirnos demasiado.
La comida trae consigo unos cuantos placeres para el paladar y el estómago, pero también un poder evocador, capaz de despertarnos sentimientos y emociones. La comida nos conduce a la infancia y a medida que nos hacemos mayores a situaciones que es imposible que se repitan, y a compañías que ya no están cerca. Algunos guisos, recetas únicas, trucos con delantal actúan con la misma fuerza, sino más, que una fotografía del pasado perdida en un álbum, porque van a asociados a instantes que uno trata de retener a toda costa.
Pero nuestra memoria es caprichosa y frágil y no especialmente experimentada a la hora de conservar sabores, por lo que inevitablemente algunos gustos que fueron importantes y recurrentes en nuestro día a día se acaban perdiendo. Se van y no hay manera de traerlos de vuelta, porque los que los hacían posible ya no están.
Echo de menos las tortillas que hacía mi padre, cuajadas en su punto exacto. Como echo de menos las croquetas de mi madre, tan celebradas en mi piso de estudiantes. O las lentejas, que ni ella misma sabe ahora cómo las preparaba. Ojalá hubiese un modo de regresar a aquellas mesas, cuyo menú entonces no valorábamos como merecía.
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