Es cierto que no utilizo dinero, pero no quiero que desaparezca. Antes de la pandemia ya lo pagaba todo con tarjeta; por comodidad, no por otra razón verdaderamente filosófica. La tarjeta permite que siempre pagues el precio justo, sin vuelta, y así te evita las monedas que chocan en el pantalón, o que se amontonan en el cajón de la entrada, o que se pierden hasta que se atascan en la lavadora. Ahora, obvio, se ha generalizado el tema y hay gente que paga incluso con el reloj, no sé yo si con el pensamiento (en China sí, supongo, todo lo inquietante viene de aquel paraíso comunista), y encontrar un cajero que reparta billetes se ha convertido en una odisea sin final. Yo fui aquel niño que daba golpecitos con el duro sobre el mostrador para que el señor Pérez, el mismísimo del quiosco Pérez, dejara de mirar el Interviú, me hiciese caso y me vendiera cromos, mi relación con el dinero suelto es por tanto antigua y emocional, aunque no se trata de nostalgia.
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Bruselas quiere prohibir el dinero en efectivo, prohibir es lo que les sale a los políticos con poco trato con los demás, y yo me opongo. Podría mencionar las razones más conocidas, a saber: los ancianos no se manejan con internet; los mercados clandestinos inventarían una divisa alternativa para vender drogas, sexo o planes urbanísticos, que daría lugar a que la economía sumergida terminase de volverse invisible; sería imposible recibir una limosna, ya casi lo es, y no porque no se pueda inventar el cepillo digital, sino porque, aunque no lo recuerde la izquierda caviar, los pobres no tienen cuenta corriente ni banco que se la abra; y adiós a las propinas, los aguinaldos, las colecciones numismáticas y el prestar lo que le falta a un paisano para un billete a Cuenca, por ejemplo. Pero mi defensa del dinero viene más de las tripas, es más política: sin dinero desaparece la intimidad y, con ella, también la individualidad. Una economía en que todas las compras y servicios dejen rastro informático y en que el Estado pueda saber en qué malgastas hasta tu último céntimo es la tumba de nuestra independencia de ciudadanos libres, he dicho.
Yo no utilizo dinero, aunque podría si quisiera, y esa es la garantía última que exige mi intimidad. Tengo la opción, si me place, de hacer lo que me salga del pepino sin que el Gobierno lo sepa. Es igual que el móvil; soy consciente de que me escuchan, pero, si me da la gana, lo puedo apagar. No llevo un euro en el bolsillo y, sin embargo, por mi derecho a llevarlo estoy dispuesto a formar una revolución. Se trata de la bolsa o la vida, tenedlo claro.
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