Si tuviese que señalar la película con la que empecé a amar el cine seguramente apuntaría a 'La bruja novata', dirigida por Robert Stevenson. No recuerdo exactamente cuál fue el primer libro que leí ni el primer disco que escuché, pero sí que aquel filme ... fue el primero que me llevó a conocer una sala de cine.
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Imagino que debió de ser en alguna sesión matinal de un local de reestrenos porque a comienzos de los años 70, cuando Disney la lanzó al mercado, yo todavía no había nacido. Me he acordado de ella, por supuesto, a propósito de la muerte de Angela Lansbury, que nos conquistó con títulos como este mucho antes de convertirse en Jessica Fletcher. Ella fue bruja, madre de Elvis Presley, detective y tetera. Y todo lo hizo bien.
Al cine me llevó una de mis hermanas mayores y cuando ha tenido oportunidad todavía me ha reprochado la vergüenza que le hice pasar en aquella sesión, a ella, adolescente a la que le toca cargar con su hermano pequeño e indomesticado. Decía que solo se me oía a mí, entre gritos y risas por todo lo que sucedía en la pantalla: los muebles que se movían, las travesuras de los niños, las palabras mágicas que enseguida aprendí y repetí, treguna mekoides trecorum satis dee.
No creo que ella exagere esta vez. Yo también recuerdo la algarabía con la que celebré aquella trama. Aunque creo que no estaba tan exultante por lo divertida que me pareció 'La bruja novata' (que me lo pareció mucho) sino por el descubrimiento que para mí fue ver películas de ese modo, el momento de comunión que propone la sala, el poder hipnótico de una pantalla grande. Yo celebraba el cine y supe con 'La bruja novata' que aquel lugar iba a jugar un papel importante en mi vida. Y así ha sido. Se ha convertido en uno de mis pilares fundamentales de aprendizaje y en uno de los mejores métodos para distraerme.
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El espectador que acude ahora no se parece en nada a aquel niño ingenuo que durante un par de horas se llegó a creer que era posible viajar volando a bordo de una cama con un boliche y que salió de allí convencido de que si era capaz de mover un par de zapatones podría mover también castillos y cañones. Pero ni lo uno ni lo otro.
En la cama he viajado de otras formas. Las armaduras las he levantado para protegerme de mis propios fantasmas. No me he sumergido en el fondo misterioso del mar, pero vivo cerca de él así que todavía no lo descarto. Y he logrado salir del pozo por mí mismo en muchas ocasiones y ver la luz.
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Nada de eso se ha producido por conjuro alguno ni gracias a un curso de brujería por correspondencia, pero seguramente habrán ayudado a todo ello los lugares felices, los espacios seguros, los refugios que he ido descubriendo a lo largo de mi vida. Como ese cine que se me presentó de la mano de la excéntrica Eglantine Price y que desde entonces no ha dejado de salvarme.
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