Para llegar a la sección decimotercera del cementerio de Valencia el caminante ha de atravesar el enorme camposanto de punta a punta y plantarse en su extremo suroeste, donde el imponente silencio que envuelve a quienes allí descansan es roto de vez en cuando por el paso de los trenes que circulan al otro lado de la tapia. La aparente uniformidad de los sepulcros -mármol, cruz, fotografía- se ve alterada en contadas ocasiones. La del nicho 1028, tramada quinta, es una de las excepciones a la norma. Un nombre y una fecha toscamente trazados sobre el cemento seco. Un vaso sin flores nublado por las inclemencias de cincuenta inviernos. Y, fijado sobre la tumba, un pequeño papel que anuncia la inminente exhumación de los restos que esta contiene.
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Contrariamente a lo que pudiera imaginarse por lo espartano del enterramiento, el nicho alberga los despojos de un personaje de relevancia local durante la primera mitad del siglo XX. El apellido dibujado en la pared de la cavidad susurra al iniciado un continuum de referencias que articulan la historia de una saga esencial en la Valencia de la pasada centuria: comercio, abogacía, política, religión, foot-ball.
Repasar la trayectoria vital de Ramón Leonarte Ribera, a quien la severa austeridad de la tumba incluso regatea nombre y segundo apellido, supone caminar en paralelo al desarrollo del balompié valenciano. Y adentrarse, vencida por fin la intermitencia de las primeras aventuras deportivas locales, en una etapa optimista y luminosa a la que el citado contribuyó plenamente con su intensa actividad. Cuando, ya en su senectud, auxilió a José Manuel Hernández Perpiñá en la redacción de su excelente historia del Valencia Club de Fútbol, ayudó al periodista a alumbrar algunas sombras sobre el período que este, por edad, no había conocido. No en vano, un Leonarte todavía adolescente había participado activamente en el primer Valencia, midió fuerzas con talentos de importación sobre la Gran Pista de la Exposición y coadyuvó en la puesta en marcha de la Federación Valenciana, de la que sería nombrado vicepresidente en 1910. En 1909 formó junto a Rafael Peset, Luis Fernández o los hermanos Ballester la primera promoción de árbitros de la ciudad. Y poco después, tras la implosión del Valencia, recaló en el Hispania, la aristocrática alternativa al todopoderoso club blanco que no tardaría en desaparecer.
La inyección de vitalidad que supuso la fundación del actual Valencia sacó a Leonarte del letargo. Socio desde noviembre de 1919, su trayectoria y ascendiente le llevaron a ser nombrado, sucesivamente, alineador del equipo, presidente de la renovada Federación Valenciana (1920-21) y del propio Fe-Cé (1922-24; con hitos como la consecución del primer título del club, la construcción de Mestalla o la contratación del primer técnico profesional), así como seleccionador del combinado regional (1923 y 1928). En paralelo fundó el Colegio de Árbitros junto con Octavio Milego. Su prestigio le conduciría no solo a la presidencia del organismo en innumerables ocasiones, sino también a ser nombrado colegiado de primera categoría y, pasada la guerra, árbitro internacional honorario.
Todo, sin embargo, quedó en el olvido hace demasiado tiempo. Llama la atención que la oscura muerte de Leonarte, ocurrida en plena canícula de 1969, no mereciera artículos necrológicos en la prensa ni posteriores reseñas en libros de historia del Valencia. Ahora su tumba, desnuda casi por completo de timbres identificativos, está a punto de ser clausurada y sus restos, arrojados al osario.
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