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¿Ha llegado Mara? Era una pregunta recurrente en la redacción de LAS PROVINCIAS a principios de este siglo cuando algunos comenzábamos nuestra andadura profesional en la sección de Cultura. No nos referíamos a si había llegado ella, sino el fax con su texto mecanografiado a máquina que enviaba desde su casa para publicar al día siguiente y que algunos de nosotros nos dedicábamos a transcribir. Eran tiempos incipientes todavía en lo digital, pero en los que ya se vivía una transición en cuanto a las formas de operar en un periódico y que marcaba la diferencia entre los redactores más jóvenes y los veteranos. Ajena a esos cambios estaba Mara Calabuig, escritora infatigable a la que por encima de todo le gustaba contar historias. Nunca se planteó hacer otra cosa y nada se le impidió, ni las sociedades adversas en las que a las mujeres se les presuponía destinos mejores que trabajar, ni su salud (incluso con la pierna en cabestrillo por alguna caída cumplía con su cita con el lector). A lo largo de 23 años esa cita se produjo en estas páginas, en las que durante un periodo coincidimos y establecimos cierta complicidad. «Cómo me ha gustado esa referencia que has hecho hoy a las madres», me espetaba tras leer 'mi aviador' del día. Llamaba a propósito para decirlo, porque ella por descontado no usaba whatsapp. Y cuando le agradecías el cumplido te recordaba que no regalaba halagos.
Nuestra relación más cercana surgió cuando comencé a escribir en este diario crónicas sobre las diferentes pasarelas de moda que se celebraban en València, un campo que ella dominaba y en el que yo era un advenedizo con bastantes lagunas. Nunca tuvo problema en orientarme y ayudarme cuando se lo pedí. Podría haberse mostrado recelosa o haber caído en la tentación de darme lecciones no pedidas, pero no fue el caso. Mara era muy generosa en lo personal y en lo laboral (esto a veces no sucede, conviene recordarlo). Lo fue conmigo y con otros muchos que llegábamos por detrás, por eso la noticia de su muerte se ha lamentado desde generaciones bien diferentes. Dile que le llamas de mi parte, solía añadir, sabiendo que eso iba a servir para abrir puertas. No necesitaba mail, ni redes sociales. Tenía oficio para repartir. Lo bueno de este trabajo (y de otros muchos) es la oportunidad de poder desarrollarlo entre profesionales de todas las edades y con trayectorias variadas. Desterrar al que creemos lejano, distinto u obsoleto es un error supremo y de escaso olfato periodístico. Me gustaría que algún día mis compañeros más jóvenes se acuerden de mí como lo hago yo hoy de Mara.
Hablamos de libros, de danza o de viajes. Le gustaba ir de vacaciones al norte, «tu norte» me decía, y desde allí me escribió las últimas cartas manuscritas que seguramente vaya a recibir ya. Y con ella, también, fumé en su casa uno de mis últimos cigarros. Después abrimos las ventanas para que su hija no se enterara y le riñera. Con Mara nunca hubo otros malos humos que expulsar.
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