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Llevo catorce meses teletrabajando. Desde las ocho hasta las siete de la tarde suelo encadenar una videoconferencia tras otra, a veces almuerzo ante el ordenador. Mi vida es igual de activa que antes de la pandemia, pero ahora todas mis visitas, gestiones y conferencias son sin moverme de la silla. Créanme si digo que no soy capaz de mantener mucho rato la atención fija en lo que sucede en los seminarios web y que, al no poder levantarme o coger un libro porque estoy expuesto, con disimulo dejo mi vista caer al móvil una y otra vez. Consulto de forma compulsiva cada una de mis aplicaciones en busca de novedades, chistes o imágenes que calmen mi ansiedad de noticias.
Mi corazón mendiga algo que me evada de esta rutina odiosa, y lo busca en el teléfono. Cuando regreso a casa me duelen los ojos. He observado que, de un año a esta parte, vemos las películas sin soltar el móvil de la mano. Las redes te engañan sugiriendo que, si no les haces caso, te pierdes cosas importantes, pero resulta lo contrario; tu vida misma es más importante que su reflejo en un espacio virtual.
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