Valencia en los días de lluvia
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Valencia se aproxima al apocalipsis en los días de lluvia. Uno no la reconoce mojada y transita por ella a saltos, despistado, con miedo a ... tropezar, como si le hubieran cambiado su escenario habitual y no se situase. Siempre pilla por sorpresa, como si la lluvia llegase a traición. Como si la ciudad hubiera firmado un pacto con el diablo para que aquí siempre luciese el sol y este habría incumplido su palabra. Como si existiera una regla no escrita que impidiera a las nubes descargar cuando les plazca.
Da igual cuándo ocurra, da igual cuántos días de precipitaciones se sucedan, da igual la antelación con que se haya anunciado el contratiempo climatológico que Valencia nunca estará preparada para un temporal. Da igual, porque los charcos se van a acumular en las carreteras y complicarán la circulación. Da igual, porque las alcantarillas no estarán acondicionadas, se desbordarán, causarán pequeñas inundaciones y convendrá no acercarse a ellas para no terminar salpicado. Da igual, porque las aceras resbalarán y se tornarán intransitables.
Valencia se apaga si llueve. Como si se enfadase. Las farolas no se llevan bien con el agua y dejan de funcionar si el aguacero se alarga. Los semáforos se solidarizan y hacen huelga de brazos caídos generando pequeños caos en los barrios. Los apagones se generalizan en los edificios y no es extraño escuchar por los deslunados a vecinos contrarios porque esto haya ocurrido. Como si no estuviesen esperando que algo así pasara.
En Valencia si llueve siempre resulta como si fuera la primera vez. Valencia no aprende y no parece dispuesta a alcanzar a ningún tipo de entendimiento con la lluvia. Y los valencianos tampoco.
Porque los valencianos reaccionan al mal tiempo con mal humor, mal talante y mala organización. Colapsan los taxis, dejan de acudir a algunos trabajos y cancelan las citas. Porque al parecer el café no se disfruta del mismo modo en esos días, porque las conversaciones no discurren tranquilas si fuera chispea, porque la fiesta no transcurre de idéntica manera. Los planes se posponen en los días de lluvia de Valencia. Si uno vive aquí ha de acostumbrarse a ello. La agenda siempre mira antes hacia el cielo para mantenerse como toca.
Y si hay que salir a la calle se hace como si fuera una obligación. Porque lo lógico es ver, a gusto en nuestras casas, cómo las gotas rebotan contra la ventana, y no bajar a exponerse a ellas. Pero si no queda más remedio, pues salimos y nos preguntamos antes dónde habremos guardado el paraguas ese que nunca usamos, y nos planteamos comprar un chubasquero o unas botas adecuadas, pero finalmente desistimos. Lo dejamos para la próxima. Porque, total, en Valencia nunca llueve.
Hasta que llueve. Y se entra así en ese círculo vicioso que nunca termina, que nunca se seca, que nunca amaina.
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