Entre finales de 1959 y primeros meses de 1960, Ernest Hemingway (1899-1961) escribió 'El verano peligroso', ensayo publicado póstumamente en 1985 que narra la rivalidad entre dos toreros, Luis Miguel Dominguín (1926-1996) y Antonio Ordóñez (1932-1998) en el estío de 1959. ... Si debido a la tensión en los ruedos y los momentos de inquietud de dos diestros fue peligroso el verano de hace sesenta y dos años, ¿cómo podríamos calificar al de 2021?
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Junio, julio, agosto... Han sido unos meses de pesadilla: el triunfo de los talibán en Afganistán, la retirada angustiosa de las tropas occidentales, las devastadoras tormentas en Europa y en medio mundo, la bochornosa escalada del precio de la luz, el Covid-19, los insolidarios botellones, las multas por saltarse los toques de queda... Lo hemos podido aguantar -no todos- porque en las sociedades que mantienen como buenamente pueden el Estado de Bienestar, somos más resistentes de lo que creemos.
He citado el tema de las multas por saltarse los confinamientos nocturnos. Las multas son siempre antipáticas, pero las injustas resultan enervantes. Salvador Blasco, compañero mío en el club de ajedrez Gambito y uno de los mejores jugadores valencianos de dominó, me cuenta que la policía municipal le multó hace unos meses al haberle observado circulando este año por la calle Sagunto de Valencia a las 20.52 horas «incumpliendo la orden general de cierre perimetral sin causa justificada».
«¿Me observaron?», pregunta Salvador. «¿Circulando en hora adecuada por una calle de la ciudad en la que estoy censado? Esta denuncia me parece una broma de mal gusto», afirma. «Es como si te denuncian por circular a 50 kilómetros en un tramo limitado a 80 km/h». Blasco, que me hace llegar toda la documentación de la multa, ha presentado en el departamento pertinente su disconformidad. De momento no le han contestado. Él confía en que al final la verdad reluzca más que el sol.
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Siempre nos quedará, en los meses más duros y esquinados, el consuelo de la lectura. Este verano me refugié en el 'Don Quijote' de Cervantes. Admirado, fui anotando en un pequeño cuaderno las frases del ingenioso hidalgo que me deslumbraban por su hondura, por su estilo verbal o por ambas cosas: «Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza y sobre todo ciega, y así no ve lo que hace ni sabe a quién derriba». Llamar a la Fortuna «una mujer borracha» es tan inesperado como brillante.
Nada más terminar de escribir mi anterior comentario me entran dudas: ¿esto no lo conté ya el año pasado, también en días de un verano peligroso en los montes de Siete Aguas? No tengo tiempo para comprobarlo. Por un bendito azar, encuentro poco después en el libro 'Hemingway contra Fitzgerald' (Scott Donaldson, Siglo Veintiuno) una reflexión de Scott Fitzgerald (1896-1940) que me libera de dudas y culpas.
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«Muy a menudo, los escritores nos repetimos», afirma Fitzgerald en un ensayo de 1933. «Tenemos dos o tres grandes y emocionantes experiencias a lo largo de nuestra vida. Luego aprendemos nuestro oficio más o menos bien, y las colocamos en dos o tres relatos -cada vez bajo un nuevo disfraz-, quizá diez veces, quizá hasta un centenar, tantas como la gente esté dispuesta a escucharnos».
En los relatos de Fitzgerald ('El gran Gatsby', 1926), el tema que más se repite es el del muchacho pobre que se enamora desesperadamente de una muchacha rica.
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