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Al principio el verano era una ruptura con todo lo demás, con los madrugones para ir a clase aunque hiciese frío, con los deberes hechos en cuadernos de rayas, y con las meriendas de pan con algo frente a la serie de la tarde. El verano empezaba con despedidas, de tus amigos de siempre, a los que no volverías a ver en mucho, mucho tiempo. O eso creías tú. Porque de niño los veranos duraban una eternidad.
Eran veranos de pasarlos en la calle, sobre todo los que teníamos pueblo, de no cumplir horarios y de saltarse las reglas constantemente. Eran veranos en los que acababas con olor a piscina, con unas cuantas heridas en las espinillas y con la sensación de haber vivido aventuras irrepetibles que ahora ya ni recuerdas.
Después vinieron los veranos de los descubrimientos, de poca ropa y miradas furtivas, de roces casuales que no terminaban de desembocar en nada, de señales en tu cuerpo que no sabías controlar. De confidencias y teléfonos rotos, de promesas que no cumplirías, de disgustos que se remediaban con el primer rayo de sol del día siguiente.
Los veranos de la adolescencia se debatían entre la excitación y el hastío, entre la primera escapada con amigos para dormir al aire libre en cualquier montaña rocosa e incómoda y el viaje interminable en coche con la familia para ver a esa tía de Segovia y de paso el acueducto, entre lo que las películas contaban que ocurría en los meses estivales y lo que nunca nos sucedía a nosotros. Tal vez al siguiente, suponíamos.
Los veranos en la universidad coinciden con nuestros felices años veinte, con la etapa reservada a las relaciones breves y sin consecuencias, con los desplazamientos en trenes a los que subes con apenas una mochila, con los días de tragos y mucha arena, con altas temperaturas que siempre concluyen en tormentas. Son volver a casa y tumbarte en el sofá como si nunca te hubieras ido, son reconocer los olores de lo que hay para comer, son el reencuentro con una cama que te conoce y en la que no te cuesta conciliar el sueño.
Hace tiempo que recuerdo los veranos por viajes. Y al pensar en ellos pienso también en cómo estaba yo entonces. El de la habitación de hotel en Tirana de la que no salíamos hasta que no caía la noche porque el calor era insportable. El de la isla de Grecia plagada de gatos que prácticamente podíamos recorrer andando. El de la fiesta en un museo de los Hamptons en la que nos colamos para bailar con desconocidos. El de los baños en lagunas azules en Islandia. El de las charlas con vinos y quesos sicilianos sentados en una terraza de Taormina. El del año pasado, en que estábamos por estas fechas en Japón a punto de sobrevivir a un terremoto.
Este va a ser un verano muy diferente, el de la incertidumbre, el de la transición, el de asimilar lo que ha pasado y lo que va a pasar. Lo que va a pasar.
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