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Hace dos años el verano llegó pero no parecía verano. Durante los meses anteriores habíamos pasado tanto tiempo en casa que cuando nos dieron las vacaciones solo queríamos huir de ella, por mucho sofá y aire acondicionado que nos ofreciese. No teníamos viajes previstos, aunque ... no fuese por falta de ganas de conocer lugares y transportarnos a otras vidas. Las mascarillas seguían cubriendo nuestras caras, aunque las gotas de sudor recorriesen la frente e impidiesen lucir cualquier tipo de moreno. Aquel verano nos lo robó la pandemia y aunque tratamos de recuperarlo con pequeñas escapadas o con alguna salida posterior, a modo de comodín, el hueco nunca fue cubierto. Veníamos de una temporada de trabajo intenso y de una situación social de crisis, miedo y caos y no encontramos piscina, playa o montaña que nos reconciliara con el mundo.
Quizá por eso recibimos eufóricos al verano de 2021 y quisimos disfrutarlo el doble, como tomándonos la revancha por todo lo sucedido, por lo que seguía sucediendo y por lo que suponíamos que aún iba a suceder. Salimos al verano sin frenos, con la intención de transitarlo de la manera más intensa posible. ¿Y si aquel fuese el último verano de nuestras vidas? Parecía una idea rotunda, pero ya no descabellada teniendo en cuenta todo lo ocurrido. Nos daban igual las vacunas, los nuevos pasaportes y las restricciones aún existentes, necesitábamos descanso estival en vena.
Con esa actitud me enfrenté a agosto. Y agosto me recibió con un tortazo. Me contagié de covid tras haberlo sorteado durante meses, después de haber puesto todo de mi parte para no caer en sus garras. Pero él estaba esperando para atraparme en plenas vacaciones y privarme de todo aquello que el cuerpo me pedía hacer. O no hacer. Como si de una espiral se tratase cazó también a mi familia y eso nos obligó a encerrarnos en casa durante semanas. Y fue así como de nuevo me robaron el verano y por segundo año consecutivo empecé septiembre atropellado, sin haber relajado la mente, sin la sensación de desconectar que te proporcionan los buenos planes.
Ahora miro al verano de 2022 con temor, porque lo pillo con más ganas que nunca. Y por todo lo expuesto se entiende que no es una frase hecha, que lo preciso con urgencia, que presento credenciales ante quien me las pida. Y no puedo evitar temer que algún contratiempo vuelva a dar al traste con mis vacaciones. Razones para el miedo no faltan. Las predicciones del tiempo asustan, la temperatura sube hasta freír nuestros cerebros y la sensación térmica nos asfixia. Los contagios de coronavirus han repuntado y nuevas variantes amenazan a los que tenemos la inmunidad amortizada. Ryanair se declara en huelga contigua y se ríe de esos billetes que compramos hace tiempo y que nos iban a trasladar a ese verano tantas veces robado. Tal vez obre el milagro. En septiembre les cuento.
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