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No fabrica productos, no vende servicios y no se dedica exclusivamente al sector tecnológico pero su valor es tal que se calcula que si fuera un estado sería el tercero en el podio de la economía mundial, solo por detrás de Estados Unidos y China. ... Este titánico ente financiero se llama BlackRock. Y es uno de los amos que mueve los hilos de nuestro universo pese a que casi nadie conoce su existencia. Administra más de diez billones de dólares de activos. Por este motivo se ha situado como la gestora de fondos de inversión más importante del planeta. Se fundó en los años ochenta y creció al calor de la crisis financiera de 2008. La quiebra de muchos fue la catapulta definitiva de otros como Larry Fink, el politólogo y financiero norteamericano que lleva las riendas de BlackRock. Los tentáculos de esta empresa están casi en todas partes. Porque tiene participaciones en casi todos los lugares imaginables. De ahí que cada vez que Fink toma una decisión el resto de individuos sobre la Tierra solo puede hacer una cosa: cuadrarse ante él. El impacto de cada estrategia que adopta repercute a nivel global y local en los mercados. Por citar algunas tecnológicas, es uno de los socios de referencia de Meta, Apple y Google. También inversor clave en Santander y BBVA. Y el máximo accionista de Telefónica. Además, la compañía suma una potente red de vasos comunicantes que la conecta con el núcleo duro de la Casa Blanca. Varios directivos actuales de BlackRock fueron asesores de Barack Obama y varios de los miembros del gabinete de Biden fueron hace años jefes en la empresa norteamericana. No es desmedido decir que si hay una horma que encaja en ese antiguo zapato de la información es poder es la de BlackRock. Un poder que crece sin que exista un solo organismo regulador nacional o internacional que le ponga un pero. Con los datos públicos que se conocen sobre esta compañía no resulta tampoco exagerado concluir que mueve la economía mundial. Eso sí, desde la parte de atrás. Como si actuara sobre el escenario de los clásicos teatros de sombras en los que se representan figuras al interponer las manos entre una luz y una pared con el objetivo de que el público quede ensimismado.
Ahora mismo, entre las sombras chinescas y los globos espía de última generación resulta difícil no distraerse. Con tanto efecto óptico y tanto avistamiento, lo sustancial pasa desapercibido. Pero esto tampoco es una sorpresa. Hace siglos, advertía Gracián, en sus aforismos sobre el buen entendedor, que «las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir».
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