El coronavirus nos ha despertado todo tipo de sentimientos en estos dos años largos en los que nos ha tocado convivir con él. Indiferencia cuando lo creíamos lejano. Estupor mientras observábamos cómo se iba extendiendo por todo el planeta. Alarma al notarlo cercano. Miedo al ... tiempo que empezamos a padecerlo. Ansiedad mientras modificaba nuestra vida y echaba por tierra los planes y expectativas. Tristeza por el daño que causaba alrededor, por la cantidad de gente a la que afectaba. Rabia cada vez que se reproducía y originaba una nueva ola, y otra, y otra. Apatía según se iba alargando y no atisbábamos un fin.
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Ahora se nos apodera -me pasa a mí, intuyo que no soy el único- una sensación de vértigo. Se han eliminado las restricciones para prevenir los contagios, se han desaconsejado cuarentenas, han cesado las informaciones sobre datos diarios. Y se acaba de anunciar que dejará de ser obligatorio el uso de mascarillas en los espacios interiores. Era cómo la última barrera que quedaba para regresar a la normalidad tal y como la conocíamos antes de 2020. También se ha anunciado, por cierto, que Mickey Mouse volverá a repartir abrazos en los parques de Disney, lo cual abre la veda a recuperar las interacciones personales más estrechas. Si el universo Disney lo permite quiénes somos nosotros para llevarle la contraria.
Pero el vértigo está ahí. Como si caminásemos cerca de un precipicio, haciendo como que no existe, sin atender al peligro que entraña. El precipicio está ahí, aunque miremos a otro lado. Continuamos contando casos cercanos, los hospitales siguen atendiendo pacientes, nadie nos asegura que estemos libres de nuevas cepas. Es como si se decretase un cierre en falso del coronavirus. Cierre por desidia. Cierre por desesperación. Un cierre de perdidos al río.
Dentro de quince días diremos adiós a las mascarillas, ese elemento con el que hemos aprendido a convivir y con el que nos sentíamos protegidos, ese que nos ocultaba el rostro pero nos proporcionaba seguridad. El que nos empañaba las gafas y nos deformaba las orejas. El día 20 de este mes nos volveremos a ver las caras.
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No sé cómo procederemos ante tal acontecimiento. Si nos despojaremos de ellas en la intimidad porque tal vez nos sentimos desnudos o regresaremos a los balcones para recordar los viejos tiempos y nos desprenderemos de una forma colectiva.
¿Merecerá la pena aplaudir? El aplauso nunca está de más, pero el vértigo no se va. Toca disimular, contener la respiración, fingir que todo estará bien, mentirnos aunque sea un rato para aliviar nuestra salud mental. Guarden sus mascarillas en un cajón que ojalá no haya que abrir nunca más. Al menos hasta dentro de unos años, cuando, en medio de una limpieza a conciencia, nos topemos con ella y recordemos el vértigo que en una época llegamos a sentir.
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