Cuando mi hijo mayor salió del ascensor ni Rayo lo conocía. Mi pequeño Jack Russell retrocedió sobre sus patas traseras y ladró muy agudo. Su ... forma de defenderse cuando se asusta con un extraño. Incapaz de morder a nadie pero temerosos a las novedades. Y mi hijo, enfundado a sus 13 años en una chaqueta de la nieve blanca y gris, con capucha, enorme, y arrastrando una maleta como el que vuelve de la mili, apareció casi como un completo desconocido. Cuando me asomé a la ventana de casa que da a la avenida Pérez Galdós para verlo aproximarse por la calle y lo divise a lo lejos, internamente empecé el con las dudas existenciales: «Ese es. ¿O no...? Ese es demasiado grande...». Y era. Cuando me mandaba vídeos descendiendo por las pendientes nevadas de Arinsal volvía a lo mismo: «No puede ser ese, es demasiado enorme». Y vaya que si era. Sólo una semana fuera, esquiando, y regresa convertido en un hombrecete.
Publicidad
Su hermano miraba admirado como una incipiente barba negra asomaba en su mentón. Acariciaba la pelusilla negra casi con veneración. Su madre lo miraba con ojos entre orgullosos y nostálgicos. Yo comprobaba a su lado que aquello de «me llegas ya casi por la barbilla» se estaba quedando atrás. Recordé en un fogonazo aquellas mañanas en las que mientras yo desayunaba en la cocina de nuestra casa de Paiporta, él miraba mis gestos desde la trona. La colocábamos encima de la lavadora, porque le gustaba el ligero traqueteo del electrodoméstico. Se quedaba frito. Una hora después de llegar a Andorra lo contemplé dormido en el sofá de casa. Se le salían ya los pies del mueble. Casi igualito que en la trona de la lavadora, ay...
El viaje de la vida va muy rápido y pega un sinfín de vueltas. Alguna vez he oído la comparación de que vivir es como surfear. No veo símil más acertado. Cada día coges la tabla y tu neopreno y te plantas en la playa de la existencia. Algunas olas las cabalgas. Otras las esquivas por debajo o como buenamente puedes. Una gran parte te sumergen. Te revuelcan contra el lecho marino. Te hacen tragar agua y que se te quede la boca áspera por la sal. Pero vuelves a salir a flote. Coges aire profundamente. Te subes otra vez en la tabla. Y sonríes cuando de nuevo surfeas una ola más. Y de las grandes. Como en la vida.
En los vídeos se ve a mi hijo con desparpajo hablando con sus amigos. Haciendo chistes. Hasta mandando sobre la ruta a seguir en el descenso por las pendientes de Arinsal. Ni rastro del niño que fue. Tímido, al que había que acompañar al parque de bolas de los restaurantes para que jugara. Un chaval retraído al que le costaba hacer amigos. Que apenas se atrevía a hablar con gente. Que ni siquiera era capaz de pedir solo un vaso de agua en la barra del bar del pueblo. Entre las olas de la vida cambiamos a menudo. Cuando estamos sumergidos, chapoteando, sin respiración, pensamos que de verdad nos ahogados. Que no lo contamos. Que es el último 'surfeo'. Pero acabamos adaptándonos, evolucionando, mejorando. El paso del tiempo nos enseña que lo importante no es la foto fija. La cinta de la vida hay que verla entera. Fotograma tras fotograma. Disfrutar de cada cambio y de cada pérdida. Del bebé que no te dejaba ni dormir y al que ponías sobre la lavadora. Del niño temeroso que te rogaba que le acompañaras a por agua. Del adolescente que ya rehuye tu mano y que toma el debate como un deporte olímpico. Vivir es cambiar. ¡Prepara la tabla, que viene otra ola!
Suscríbete a Las Provincias: 12 meses por 12€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Pillado en la A-1 drogado, con un arma y con más de 39.000 euros
El Norte de Castilla
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.