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La primera vez que leí lo del famoso «¿y ahora, qué?» fue en algún texto de González-Ruano, pero ya no recuerdo si fue en un volumen de sus memorias o dónde. Narraba el articulista el caso de ese hombre que marchó al cine con una señorita recién conocida. Primero le posó las yemas de los dedos sobre el tobillo. Desde allí, sin prisa pero sin pausa, la mano inició su escalada. Treparon y treparon, aquellos dedos, hasta alcanzar la frontera prohibida. Ahí frenaron y se encogieron, acaso ante la emoción del victorioso avance. La señorita dobló su grácil cuello, miró al menda y le soltó un «¿y ahora, qué?» perfecto para aplicarlo en esta misma circunstancia.
¿Y ahora, qué? Pues ni idea, más allá de lo obvio y de comprobar que hemos efectuado un camino que estaría entre el extraño viaje y el viaje a ninguna parte. Frente a la hecatombe padecida por Ciudadanos uno intuye que peor huele el fracaso de Sánchez pues roza el ridículo. El presidente en funciones, el aventurero del Falcón, el arrogante que se lanzó hacia las nuevas elecciones porque creía en los conjuros y las alquimias de los asesores de cabecera, porque pensaba que sus cifras se dispararían, consigue un resultado menguante. El traslado del cadáver embalsamado no cosechó el esperado asalto a los cielos, si acaso sirvió para enardecer a los enfadados que han abrazado a Vox. Y lo de Cataluña le ha reventado bajo la napia. A Sánchez se le subieron a la cabeza sus éxitos encadenados, forjados a base de arrojo kamikaze, y ahora fracasa porque olvidó, como los malos emperadores, que era mortal. Se ignora si la señorita del cine que mencionábamos más arriba acabó arreando un bofetón contra la mejilla del masajeador oportunista. Sánchez, en cambio, con estas elecciones que tanto buscó sí ha terminado con la mejilla roja por el dolor del golpe.
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