Los días con veinticuatro horas se nos hacen cortos para todo lo que intentamos abarcar, aunque sospecho que nos sucedería igual si tuviesen treinta y seis o cuarenta y ocho. Nos sucede en horario de invierno o de verano. En eso tampoco hay diferencia. Nos ... hemos acostumbrado a no llegar a todos los lugares a los que queríamos acudir, a no cumplir algunas obligaciones y compromisos adquiridos, a dejar de lado tareas, a fallar a personas de nuestro entorno. Hemos normalizado que esto ocurra, hasta hemos acuñado una frase que nos resulta graciosa aunque en realidad no lo es.
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No me da la vida, aseguramos.
Y lo peor es que a quien tenemos enfrente no debemos explicarle lo que pretendemos decir con esa expresión, nos entiende perfectamente, porque posiblemente experimentará algo similar y lo encontrará natural. Pero no, no lo es. Sobre todo por el modo en que esto repercute en nuestro estado de ánimo. Nos frustra no ser capaces de alcanzar una lista de objetivos infinita, que crece sin piedad según pasan las semanas, una lista que pesa cada vez más.
No nos da la vida para lo importante, ni tampoco para lo más insustancial, aunque la sensación de fracaso es parecida.
Porque no contamos con tiempo suficiente para leer todo lo que pretendemos, para seguir todas las series que se estrenan, para abrir todas las newsletters a las que nos suscribimos. Y por más que nos empeñemos no lo lograremos.
Y no debería ocurrir nada, el mundo no se acaba, pero ocurre, porque tememos ser excluidos de la conversación social, de la discusión sobre lo que está ahora de moda (que cada vez es algo más y más efímero, por cierto).
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Lo de que no nos dé la vida en el trabajo resulta paradójico si nos atenemos a los datos del paro actuales en nuestro país y que desvelaban que hay más de tres millones de personas en esta situación. Pero ese es otro cantar al que debería responder la patronal, aunque supongo que no lo harán para que sus cuentas cuadren. Aunque sea a costa de nuestra ansiedad.
La ambición por que nuestras jornadas den lo máximo de sí nos empujan a apuntarnos al gimnasio, a entrenar para correr maratones, a aprender cerámica, a tratar de dominar un par de idiomas, a introducirnos en conocimientos digitales.
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Al margen de eso reservamos tiempo -del que no disponemos- para atender unas redes sociales en las que vamos a simular todo el rato que nos encontramos bien, que somos felices, que gozamos de éxito. Como si supiésemos qué es el éxito.
Y luego llegamos a casa, a la nuestra y a la de nuestros seres queridos, y nos quedan pocas fuerzas para poco más que tirarnos en el sofá, encender la tele y tratar de distraernos. Nos hablan de conciliar. Deberíamos aprender primero a conciliarnos con nosotros mismos, a reconciliarnos.
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