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En el colegio creo que pasé más horas en la cancha de basket que en clase. Jugaba antes de que abrieran las aulas; en el recreo; a veces hasta me quedaba a comer adrede para echar unos cuantos tiros más, y al acabar la jornada, cuando los alumnos aplicados se iban, tan formalitos ellos, a casa, yo me quedaba con los Mulet, que eran dos demonios con muelles en los tobillos con los que jugaba a diario, y nos tirábamos un buen rato intentando meterla para abajo hasta que salía un bedel a las tantas y nos mandaba para casa de malas maneras porque, un día más, habíamos desoído el anuncio por megafonía de que había que abandonar el colegio porque iban a cerrar.
También jugábamos los sábados y creo que incluso algún domingo en alguna cancha de barrio.
Así me fue.
Algún exalumno todavía me recuerda por mi obsesión por el baloncesto y por la intensidad con que lo vivía.
Luego llegaba a casa por la tarde-noche y muchos días me ponía a jugar al baloncesto con una pelota pequeña y una papelera colocada hábilmente encima de un armario.
Un día, ya en el periódico, mi compañero Jorge Aguadé publicó un reportaje sobre un chaval que se había ido a jugar en la primera liga de Alemania. Y me quedé de piedra cuando vi que aquel joven era Santi, un chaval del colegio, de Dominicos, que solo tiene dos años menos que yo pero al que no vi en mi vida jugar al basket.
Luego me enteré de que, aunque estudiaba en Dominicos, donde nos conocimos, él jugaba en El Pilar, un colegio con una larga tradición en este deporte. Santi Ibáñez llegó a jugar en el Godella, pero cuando acabó aquella Liga EBA con cuatro jugadores sub 21 se tuvo que ir a buscarse las habichuelas a otra parte.
Aquel momento coincidió con la Ley Bosman y aquel base valenciano se marchó a Alemania. Su hermana era azafata de vuelo y trabajaba en Lufthansa, así que algún verano se iba a su casa en Berlín. Le gustaron el país y la ciudad y eso ayudó a que, con 22 años, fichara por el Bamberg. Luego pasó al MBC y acabó en el Alba Berlín.
En este último equipo entabló amistad con Henning Harnisch y cada vez que el Alba venía a Valencia, se veían. La pasada temporada, con motivo de la final de la Eurocup, volvieron a reunirse. Harnisch ya sabía que el valenciano trabajaba con el Petraher y le comentó que el Alba también quería hacer un equipo de silla de ruedas. Él, en realidad, nunca se había propuesto dirigir a jugadores en silla de ruedas, pero en el Petraher, Luis Cebrián le dijo si él podía llevarlo y Santi, que había sacado un 10 en esa asignatura en el curso de entrenador, se animó. En mayo de 2017 hicieron una jornada de puertas abiertas y les visitó un jugador. El mes siguiente ya fueron tres. Y después de verano crearon una escuela y un equipo que ya ha alcanzado la segunda categoría nacional.
Cuando Harnisch le propuso irse a Berlín, Santi solo le pidió una cosa: un colegio para sus dos hijas. Le dijeron que sí. Su exmujer también se mostró encantada de que se fuera con Martina y Candela a una ciudad como Berlín. Todos contentos... menos las dos adolescentes. Cambiar de ciudad a dos chicas de 15 y 13 años es un todo un desafío. Al principio fue un infierno. Y no ayudó que comenzaran quedándose en un piso de 25 metros cuadrados. Ya se lo dijo la psicóloga del club: «Santi, lo raro es que no sea peor de lo que me cuentas. Anda, coge y búscate un piso más grande».
Ya se han adaptado. Estudian en un colegio español y eso ayuda. Hace unas semanas volaron solas hasta Madrid y luego cogieron el AVE hasta Valencia. Y se supone que ahí pudieron presumir ante las amigas de vivir en Berlín. Regresaron con otra cara.
Aunque para cara de felicidad la de los alumnos de la escuela Friedensburg Obershule que dirige Santi y que están esta semana en Valencia. Los chavales andan todo el día bajo el sol y bañándose en la Malvarrosa.
Santi dirige esta escuela escolar, vinculada al club, un equipo sub 14 del Alba Berlín y la formación de baloncesto en silla de ruedas. En el club le animan a conocer la institución en toda su amplitud y siempre que puede ve los entrenamientos de Aíto García Reneses. O los partidos del femenino. Quieren que se empape de todo para que su crecimiento sea el máximo posible. Y él, encantado. Ha podido dejar de trabajar en Araguaney, el templo de los carnívoros en Burjassot, de su padre; se dedica al baloncesto, y vive en una gran capital. Y yo sin saber que jugaba al basket...
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