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MI VIEJO PAR DE ZAPATILLAS

MI VIEJO PAR DE ZAPATILLAS

Domingo, 23 de septiembre 2018, 09:23

Cuánto dura el influjo de las vacaciones? ¿Una semana? ¿Un día? ¿Apenas unas horas? Yo regresé el miércoles y ya es solo un recuerdo difuso, quiero creer que placentero pero ciertamente lejano e irrecuperable a corto plazo. Ay, las vacaciones. El día de mi retorno escribí que era el día más triste del año y de inmediato empecé a recibir mensajes preguntando si me había pasado algo, si había perdido a alguien querido o si algo funesto había caído sobre mi cocorota. No. Solo había acabado lo bueno.

Ahora miro hacia atrás y me veo en lo alto de una de las montañas Fagaras, a más de 2.400 metros, oteando altivo el horizonte, con el orgullo de quien hubiera hollado un ochomil. Y en ese pico, viendo el lago Balea allá abajo y, más al fondo, la Transfagarasan, la segunda carretera construida a mayor altitud de Rumanía y, sin duda, la más célebre del país por la imponente sucesión de curvas que se retuercen en el valle hasta alcanzar el lago, descubro que la felicidad es eso. Una mochila con agua, un sándwich y un puñado de nueces, mis viejas Brooks Cascadian en los pies y mi bella esposa a mi lado. Y por delante, un paisaje hermoso, verde, no muy transitado y, a menudo, silencio. ¿Qué vale todo eso? Unos pocos euros y el tiempo para llegar hasta allí.

Transilvania tiene, además de turísticas leyendas sobre el conde Drácula, unas montañas fabulosas. También trepé torpemente por los montes Bucegi y el monte Tampa mientras miraba de reojo, disimuladamente, si se veía la silueta de un oso entre la vegetación.

Cada cierto tiempo descubro que me gustan mucho las montañas. Como el año pasado desde la cumbre del Snowdon, el pico más alto de Gales, o corriendo con pantalones vaqueros, libre, feliz, con mis Cascadian, por las laderas de las Highlands, en Escocia, en busca de un lugar aislado desde el que poder ver pasar a Kilian Jornet sin mucha gente alrededor.

Me estoy flipando un poco y el que no sepa mucho de montañas pensará, quizá, que soy un intrépido escalador cuando, en realidad, como habrán comprobado los verdaderos eruditos, no soy más que un aficionado ramplón que se atreve con pendientes asequibles.

Pero con las montañas, como en lo del correr, o el running, para que me entiendan algunos, lo importante no es ser el mejor, el número uno, el más rápido o el que más kilómetros hace. No, lo más relevante en ambos casos, es ser feliz. Ya sea subiendo un risco o trotando. Y si lo que te da la felicidad es ser el mejor, el número uno, el más rápido o el que más kilómetros hace, pues adelante.

Hace unos días visité a Paco Solaz en el Mercado Central. Nos gusta hablar de correr, de andar, de la vida. Él ha completado varios maratones y, después de eso, se convirtió en un obstinado corredor de montaña. Pero en esa última visita me contó que cada día corre menos y camina más. Que dos días antes Ricard Camarena le había pedido que fueran a correr un buen trecho por el monte, pero que al día siguiente, ya en solitario, sin presiones, había preferido pasear durante horas, pensando en sus cosas y evitando los dolores del correr.

Paco, como yo, está llegando a la conclusión de que lo importante es disfrutar, con independencia de relojes y cuentakilómetros, y que, a cierta edad, exprimirse corriendo siempre deja una factura, dolores aquí y allá, que no siempre apetece abonar. Yo aún corro, pero ya sin ansia.

En mi escueta lista de buenos propósitos para el nuevo curso figura, la primera, la intención de visitar la montaña más a menudo. Mis maltrechas Brooks Cascadian están muy desgastadas y con algún pequeño agujero. Los corredores de trails, con sus Salomon relucientes, me las miran con condescendencia, pero yo les tengo cariño. Ya son diez años juntos desde que recorrimos 225 kilómetros del Camino de Santiago y pospongo su retirada un mes tras otro. Sé que es absurdo, pero me siento feliz con ese sucio y viejo par de zapatillas.

Es otra muestra de que la felicidad no es lo caro, ni el viaje fastuoso o 'instagrameable'. Estoy en los días del «¿qué tal las vacaciones?» y del «¿dónde has estado?», y cuando respondo que he viajado a Rumanía, la gente me mira raro, suelta un «muy bien» de compromiso y cambia de tema. Pero yo volvería mañana, subiría a un tren destartalado que me llevara a los pies de una montaña, me calzaría mis zapas rojas y empezaría a trepar de nuevo hacia la cima de la felicidad.

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