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Vivir de espaldas a la luna

MARINERO EN TIERRA ·

Es la normalidad de los bárbaros que han entrado sin llamar

AGUSTÍN DOMINGO MORATALLA

Domingo, 5 de julio 2020, 09:10

La escena es del pasado viernes, pocas horas antes de la primera luna llena del mes de julio. Eran casi las once de la noche, a pocos metros del Mediterráneo, en una de las urbanizaciones de la costa, los vecinos salían a tomar el fresco y los adolescentes celebraban su reencuentro. Si uno miraba al horizonte encontraba un mar tranquilo en el que se reflejaba una luna inmensa, casi llena y sorprendente. Incluso las estrellas esperaban ser miradas después del urbano confinamiento, entonces mi hermano me pregunta: «¿Te has fijado lo que está haciendo la gente?». El espectáculo era inquietante y reproducía una enfermiza práctica social y cultural a la que nos estamos acostumbrando. De las tres o cuatro parejas de preadolescentes hormonalmente activados ninguno estaba mirando los reflejos de la luna en el mar o la constelación de Andrómeda. De los talluditos que estaban a la fresca, casi todos hacían lo mismo: ¡responder compulsivamente los whatsapp!

Algunos dirán que es la mejor metáfora con la que describir la crisis de una civilización que agoniza, otros, menos apocalípticos, dirán que expresa tan solo un cambio de época mostrando el paso de lo analógico a lo digital. Muchos dirán que es un efecto secundario del confinamiento porque se ha producido una alteración psicológica neuronal, causada por la dependencia de los dispositivos informativos, por la compulsiva fidelidad al teletrabajo, por el embriagador encadenamiento a Netflix o «la Play», incluso por el tedioso tsunami propagandístico de los doctores Sánchez y Simón. Siempre hay quienes mantienen una posición más integrada y políticamente correcta haciendo ver al resto de mortales que es la natural expresión de una prosaica normalidad a la que tendremos que acostumbrarnos.

Es la normalidad de los bárbaros que han entrado sin llamar. Hubo un tiempo en el que la luna invitaba a la admiración, la contemplación y cierta vocación poética que todos llevamos dentro. Hubo un tiempo en el que nuestra adolescencia era convocada por una luna mágica que abría la puerta de la imaginación compartida, los sueños y la ilusión. Hubo un tiempo donde la luna, reflejada en mar, evocaba recuerdos, despertaba sensaciones epistolares y abría la naturalización agradecida del mundo emocional. También hubo un tiempo en el que nos orientaban las estrellas y por eso un kantiano sabe el incalculable precio que tiene el cielo estrellado sobre él. Incluso hubo un tiempo donde las noches de verano invitaban a la serena conversación vecinal. Eran tiempos donde la gente no vivía de espaldas a la luna.

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