Nunca sabes dónde anida la suerte. Ojalá esté ahí abajo, a ochenta metros de profundidad jugando al escondite con Julen, el niño devorado por la montaña en una de esas historias que se adhieren a la memoria. Ojalá ayude a los ocho mineros llamados a desmigajar las rocas palmo a palmo con sus martillos neumáticos como lo harían con las uñas si fuera necesario. De rodillas, pero no rendidos. En un desafío a la lógica tan estéril como tratar de comerse un coco con los dedos. Enhebrando el frágil hilo de la esperanza colectiva al tiempo que tratan de abrir las fauces de la naturaleza, su estómago calizo convertido en cárcel que regurgita odio. Hasta el momento, nada ha querido saber de todos ellos la suerte. Ojalá lo reconsidere y se apiade de esos padres encadenados a la fatalidad, que rezan para que la vida que ya les robó un hijo no les arrebate otro, legitimados para preguntarse por qué el destino tahúr no baraja de vez en cuando las cartas. En Totalán las lágrimas se funden con la tierra para parir el fango de la desolación, con una fe casi irracional en que su nombre quede ya por siempre ligado a un milagro y no a la tragedia. Como Alcàsser, como Los Alfaques. Todo depende ya de ella, de la suerte, canalla insensible que nunca está donde se la necesita. No se hospedaba en el hotel Mercure de París, en la habitación de Laura y Luis Miguel, el matrimonio español sorprendido en su escapada romántica por el agrio aliento de la muerte. ¿Cuántas probabilidades hay de que explote una maldita boulangerie a 1.200 kilómetros de tu casa y te pille junto a la ventana cuyo marco te cercenará el porvenir? No volaba con Emiliano Sala, el futbolista que soñó con una camiseta que seguramente jamás vestirá. En efecto la suerte es despiadada, pero será culpa nuestra ponérselo fácil. Poco podemos hacer para evitar una explosión de gas o que un avión se desplome, pero el infortunio de Julen nos lleva a descubrir que vivimos rodeados de pozos del infierno tan ávidos de almas inocentes como la suya. Aquí, al lado mismo de casa. Estaría bien que alguna vez no llegáramos tarde. Visto cómo se las gasta, habrá que aprender a vivir sin suerte.
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