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Hace algo más de un año se hizo viral un vídeo que muestra la reacción de una mujer adulta, que recibe por primera vez en ... su vida una preciosa muñeca. Lilián rompe a llorar, en público, tras rasgar el papel que envuelve la caja, a la que se abraza. «No me llores» le dice, acercándose, su amiga y compañera de trabajo. «Nunca en mi vida tuve una muñeca» explica, emocionada, a los trabajadores que ocupan mesas contiguas en el comedor de la empresa. La emoción y las palabras revelan una infancia llena de privaciones; toda una lección. Pero la captan, desprevenida, en un momento de gran vulnerabilidad, en el que no es dueña ni de sus sentimientos, ni de su imagen. Vivir el momento y ser testigo de la emoción de Lilián en aquella cafetería gris es un privilegio: disfrutar al ver cumplido un anhelo de la infancia. Pero, como demuestra el vídeo, no basta con vivirlo. Lo que no es captado y almacenado en la memoria de un dispositivo digital, fuera de nosotros, no existe.
Es posible congelar el momento a través de la fotografía desde hace casi dos siglos, cuando se tomó la primera -la imagen de una calle-. Hoy en día detenemos el tiempo y lo encapsulamos con un clic varias veces al día con el móvil. Lo que no sabemos es detenernos nosotros: la emoción ha dejado de ser privada, la intimidad fácilmente exportada y compartida. Nos domina el medio, la cámara del móvil, el mensaje. A veces lo consigo. Sé que lo que vivo es extraordinario, que tendrá lugar una única vez, como tantos hechos de la vida cotidiana. Y, deliberadamente, guardo el móvil. Quiero atesorar ese momento y la emoción que suscita: confiarlos únicamente a la memoria. Es ahora o nunca. En lugar de ponerte en el centro del acontecimiento, o de actuar como testigo, lo vives como parte de él y lo guardas en tu interior. Es, ni más ni menos, una vivencia. Tiene valor en sí misma, porque contribuye a tu experiencia.
No podrás enviar a todos tus contactos la impactante fotografía o el vídeo. Quizá, a través de otro tipo de relato, más estructurado, lo comentes con los íntimos, como se hacía antes de que la imagen se hubiera apoderado de nuestra existencia, de alguna manera esclavizándola. Como la de una joven, menor, protagonista de un vídeo degradante, muy compartido y discutido. Grabado en la discoteca Waka, tardó horas en desaparecer pese a las denuncias. No es el primer caso, ni será el último. La masificación de las cámaras en los móviles y de las redes sociales necesitan más reflexión y actuaciones. No nos equivoquemos: todos somos parte de la transformación humana y social derivada de la digitalización.
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