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Aquella mujer soltera, altísima, espigada, colaboraba no sé exactamente de qué entre las bambalinas de la parroquia. Justo por estas fechas, cuando los chavales atravesábamos los trece años, organizó un viaje de una semana a Benidorm y nuestros padres nos apuntaron en masa. El precio era ridículo y las perspectiva de perdernos de vista durante siete días imagino que resultaba invencible. A los trece años eres un ectoplasma pelma, imbécil, zumbón, empapado de carrusel hormonal. Invadimos la playa recién llegados como una miniaturizada tropa de hunos. Al abordaje. Pero fue contemplar a la primera señorita tostándose en topless y quedarnos quietos como estatuas de sal. Ojipláticos permanecimos antes de que las risas conejiles recorriesen nuestros huesos. Qué fuerte, chico, lo nunca visto. Qué pasmo, hermano, esto es Hollywood. Aquello nos impactó y el shock duró un par de días. Benidorm se nos antojó una jugosa ciudad de pecado y gracias a la pía parroquia, maravillosa paradoja, disfrutábamos de esas visiones tentadoras que descalabraron nuestra lúbrica imaginación. Al tercer día ya nos habíamos acostumbrado. Sólo entonces pudimos fijarnos en la gran cantidad de adiposos guiris que recorrían Benidorm formando pandillas vocingleras, congestionadas por el exceso de cervezas, galvanizadas por el calor. Ignoro si el topless sigue dominando en las míticas playas de Levante y Poniente, pero los guiris atraviesan las calles con idéntico frenesí borrachuzo. Incluso hay un pedazo de la ciudad bautizado como 'zona guiri' y me temo que cualquier día instalan allí un 'check point' para delimitar la frontera. El fútbol y las birras inflamaron la muchachada británica, los antidisturbios sacaron la porra a pasear y se montó el lío. ¿No podríamos aplicar ya mismo un fulminante brexit a estos guiris molestos?
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