Tras el golpe, levantarse otra vez y comprobar que, en la mayoría de casos, se ha perdido todo tras la pantanada. Sólo queda el consuelo de la solidaridad que llega de todos los rincones de España y confiar en las ayudas estatales que se demoraron hasta 15 años. Pervive ese olor agrio a barro de varios días, con un color negro, testigo de la tragedia vivida. Y queda también el temido síndrome del 20 de octubre: cuando llueve con fuerza, el corazón de la Ribera se acelera y la mirada se dirige con preocupación al río Júcar y a la presa de Tous.
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Las personas que vivieron la 'pantanà' conservan las escenas de aquella tarde del 20 de octubre como si hubiesen sucedido ayer. Contenedores y coches flotando, animales muertos, gente atrapada en las viviendas... «Peor que aquello sólo puede existir la guerra», afirman.
Bernardo Marcarell. Bombero
El actual jefe del parque de bomberos de Alzira apenas llevaba un mes en el entonces llamado parque de la Ribera Alta-Valldigna cuando ocurrió el desastre de la pantanada. Las propias instalaciones de este servicio sufrieron la primera embestida del río y tuvieron que trasladarse a las dependencias del Ayuntamiento, lo que posibilitó, además, que salvaran el archivo municipal.
Bernardo Mascarell recuerda que salió a una inspección y, al desmoronarse la presa, se quedó aislado en un puente de la CV-50, desde donde contempló el incendio de la central de Hidroeléctrica y donde lo rescataron «los compañeros de la Cruz Roja del mar. Gracias a ellos pude acceder a Alzira y empezar la coordinación de los trabajos». Lo prioritario, «recoger a los enfermos, sobre todo a los 15 que necesitaban diálisis, y también a algunas embarazadas». Tenía entonces 24 años «y nunca pensé que mi bautizo como bombero sería con agua y no con fuego», confiesa. «Fue muy duro, yo era un novato. Impresionaba ver el nivel del agua, que alcanzaba la altura de un primer piso y pasar por encima de los coches que estaban aparcados en las calles», detalla.
A los tres días de la tragedia, cuando las aguas volvieron a su cauce, «la escena era horrible. Coches encima unos de otros, la gente tirando muebles y enseres y retirando el barro de sus casas... Las calles eran un gran basurero. Parecían escenas de la guerra», recuerda. «Prácticamente no daba tiempo a pensar, actuábamos», añade.
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Fue una semana casi sin descanso «y con la gran preocupación de retirar los alimentos de los comercios y casas inundadas para evitar epidemias». Grúas y palas para intentar devolver la normalidad a la población. «Y el orgullo, con el paso del tiempo, de cómo nos unimos para ayudar», resalta al tiempo que confiesa que sigue «echando un ojo» al Xúquer cuando llueve.
Julio Pons. Maestro
Julio Pons, de Sumacàrcer, estudiaba Magisterio en Valencia en 1982. Compaginaba los estudios con el trabajo en un despacho y aquella mañana, como hacía todas las jornadas, llamó a casa para conocer si había llegado la beca de estudios. «Me extrañé de que mis padres no contestaran porque era pronto», relata. Fue entonces cuando se enteró de que los autobuses que iban a Alzira estaban regresando por las fuertes lluvias. «Pensé que las comunicaciones estarían averiadas», comenta. Pero en realidad el río Sellent se había desbordado y algunas poblaciones tenían problemas.
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El momento de la rotura de la presa lo recordará siempre. «Eran poco más de las seis de la tarde y en la radio sonaba Mocedades con 'Amor de hombre' cuando interrumpieron la canción para dar el parte de evacuación», cuenta. Desde ese momento, con «la información confusa», personas procedentes de Càrcer y Cotes se reunían con él en un piso de estudiantes. «Estuvimos dos días sin saber prácticamente nada», dice. Hasta que Juan Rosell abrió el conservatorio de música para canalizar la ayuda de Valencia «y cogimos unas furgonetas a las que pintamos cruces rojas para llevar agua, comida y ropa».
De su regreso a Sumacàrcer recuerda que, al entrar a casa, vio a una veintena de personas comiendo en el comedor porque allí no había llegado el agua. «Me asusté mucho al no ver a mis padres pero me explicaron que estaban acogidos y que ellos estaban ayudando a limpiar», rememora. Como estaba en los scouts, el grupo abrió un local que se convirtió en ayuntamiento, farmacia y punto de recogida de alimentos durante un tiempo. «La desesperación era absoluta. Parecía una situación de guerra, sin luz ni agua corriente», añade.
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«La pantanada de Tous fue una cicatriz que nunca se va a cerrar del todo en la Ribera. Fueron días muy tristes pero también tenemos el orgullo de que los pueblos resurgieran y se sobrepusieran a las circunstancias», resalta.
José Estellés. Sacerdote
El sacerdote José Estellés apenas llevaba diez días destinado a Càrcer cuando el teléfono le sobresaltó en aquella mañana de cielo plomizo. «Me avisaron de que venía una gran riada y que sería conveniente tocar las campanas», explica. Eras las 07.00 horas y el río Sellent ya bajaba con fuerza, desbordado, tras una intensa noche de lluvias y relámpagos. Aunque lo intentó, ya no pudo salir de casa y llegar hasta la iglesia debido a la fuerza del agua y la cantidad de objetos que arrastraba. Con la ayuda de una escalera consiguió subir a un techado de uralita y entrar al primer piso del edificio en el que residía. «Tuve que romper las cristales y colarme en la casa de un matrimonio con el que, desde entonces, mantengo una gran amistad», recuerda.
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A partir de ese momento, la angustia y la falta de información (porque la radio, a la que todo el mundo se aferró, «no contaba nada») se convirtieron en las compañeras no invitadas de aquella mañana. Cuando la primera avenida de agua descendió, el párroco pudo acercarse hasta la iglesia Nuestra Señora de la Asunción. «Ver las cancelas en el suelo ya me hizo suponer lo que habría dentro, porque además el templo está en la parte más baja del pueblo», relata.
«Era el caos. 'Qué hago, Señor', me dije. Lloré por la desesperación», rememora con los ojos entrecerrados. La imagen del Cristo yacente, por ejemplo, se encontró flotando; el resto de tallas, al estar en alto, no sufrieron daños. Los nervios se apoderaron de él; había que intentar salvar «lo que se pudiera», como los libros parroquiales del siglo XVIII de Càrcer y Cotes.
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Estellés, al frente ahora de la parroquia de Sant Pere de Xàtiva, describe que, sobre las cuatro de la tarde, empezaron los rumores sobre el desmoronamiento de la presa de Tous. «La gente empezó a desaparecer, tomó el camino hacia la montaña. Imágenes terribles. Recuerdo a una persona llevando a su padre a hombros para huir de lo que podía venir», detalla.
Confiesa que fue un afortunado porque unos amigos llegaron con un camión desde Villanueva de Castellón. «Tuvieron que hacer dos viajes para poder llevar toda la gente», indica. De ahí a la Pobla Llarga, donde durmió con otras diez personas en un horno. Luego, el regreso a Càrcer, «completamente encharcado y con un olor agrio a barro que todavía recuerdo», dice mientras se advierte un ligero temblor en la voz por la emoción.
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Pasó más de un año hasta que el templo, en el que las aguas alcanzaron 1,70 metros, recuperó la normalidad. Y un mes después de la 'pantanà', «como había ganas de volver a la normalidad», toda la localidad, «ya limpia pero todavía húmeda», se volcó en la celebración de la fiesta de Cristo Rey y salió en procesión con los Santos Sacramentos para recorrer todas las calles «y dar gracias porque la vida regresaba a su cauce».
Miguel Aparici. Militar
El teniente del grupo de artillería de campaña GACA número XXXI Miguel Aparici estuvo casi un mes en Alzira, en concreto, 28 días para ayudar a la población y en las tareas de retirada del barro. Se presentó voluntario a esta misión «porque, como afición, escribía sobre viajes y le tenía mucho cariño a la comarca de la Ribera. Sentía que tenía que estar allí ayudando de alguna forma».
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Y así lo hizo. El 24 de octubre llegó a la localidad, con el agua aún hasta las rodillas, y al frente de un pelotón de 100 personas, la mayoría jóvenes de entre 19 y 21 años que dormían en el aula de un colegio. Sacar muebles, ayudar a limpiar, despejar las calles... También había una gran precaución por los alimentos podridos que se acumulaban». «Recuerdo el barro, mucho barro por todos los sitios. Y cómo se volcó la gente con los que llegábamos a ayudar».
Javier Sierra. Economista
El nombre del economista Javier Sierra va inseparablemente unido a la lucha por pedir responsabilidades y medidas para los miles de damnificados por el desmoronamiento de la presa de Tous. Un proceso amargo que, en su caso, como presidente de Afiva (Asociación de Afectados por las Inundaciones de Valencia), terminó quince años después de la pantanada. «Esa es la gran crítica, el tiempo que se prolongó el sufrimiento de mucha gente».
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A su juicio, el Estado, que hasta 1997 no fue condenado por el Tribunal Supremo a indemnizar a los afectados, «se dedicó a dividirnos cuando vio que Afiva cogía fuerza». Tampoco entiende que los altos cargos del ministerio «no pagaran por el cúmulo de errores y malas decisiones. La gestión fue una auténtica chapuza».
No se arrepiente de aquellos años de lucha y sinsabores ni del precio que tuvo que pagar por ello: «trabajar mucho para compensar el tiempo que le quitaba a la oficina. Y también a mi familia». Se consiguió el objetivo, «que se hiciera justicia», pero al final del proceso «sólo quedaron unos pocos de los cerca de 5.500 asociados que tuvimos». Y es que muchos afectados se acogieron a los distintos decretos de ayudas que sacó el Gobierno.
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Reconoce que se puso al frente de la asociación «por una cuestión personal, porque no me quisieron dar nada. El delegado del Gobierno tuvo la desfachatez de decir que a los profesionales liberales no nos daban ayudas porque éramos como ricos». En su despacho, el agua alcanzó un metro de altura, echando a perder biblioteca, ordenadores, papeles y mobiliario. Con 30 años tuvo que empezar de cero.
Así que un día se vio subido a una cisterna de agua potable en la plaza Mayor «arengando a los damnificados». «Era evidente lo de la rotura. Nos engañaron, sabían que se iba a romper y no tomaron medidas. Se hubiera podido evacuar a la gente y hubo muertos que se podrían haber evitado si hubieran informado».
Moisés Juan. Empresario
Moisés Juan lleva con optimismo haber nacido un día aciago para la comarca de la Ribera y que todo el mundo sepa su edad. «¡No lo puedo esconder!», exclama. Porque su nacimiento el 20 de octubre de 1982 se convirtió en una de las escasas alegrías de la jornada a pesar de las condiciones del alumbramiento: sin luz y con las baterías de una furgoneta colocadas en un ropero para improvisar un pequeño quirófano en casa de sus abuelos.
Su madre, Vicenta, se puso de parto cuando se produjo la rotura de la presa de Tous y ya no pudieron desplazarse hasta el hospital de Santa Lucía de Alzira, que actualmente no existe. Así que decidieron trasladarla a casa de los abuelos, «ya que estaba en la parte alta del pueblo, y donde precisamente se habían refugiado el practicante y el farmacéutico».
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Alrededor de las 21.30 horas nacía el bebé, que hasta los tres días siguientes, cuando fue trasladado al Hospital La Fe de Valencia, no recibió el nombre de Moisés. «Una monja preguntó qué nombre me habían puesto y, como no lo habían pensado, les dijo que Moisés significaba 'salvado de las aguas'. Y ese es mi nombre y mi historia», cuenta.
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