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A Picanya sólo le queda un puente para cruza el barranco. Es poco más que una pasarela de hormigón sin barandillas al lado de una gasolinera, pero es más que suficiente para los cientos de personas que lo cruzan cada día en un lento peregrinar hacia Valencia. Es suficiente para Jordi, metro ochenta, la cara como si estuviera a punto de echarse a reír. «Te llevo al barranco para que lo veas», me dice.
Él escapó de la muerte «por un milagro», dice. «Sin saber que estaba haciéndolo bien, conseguí huir del agua y mantenerme dentro del coche hasta que pude salir con seguridad. En realidad lo estaba haciendo todo bien», explica Jordi, cuya mujer, Marta, y su bebé, Laia, están todavía fuera de Picanya. Él se ha quedado con sus padres y su hermana y les ayuda a vaciar el garaje y limpiar el lodo.
Picanya es, de hecho, la ciudad de los mil milagros, algunos tan absurdos como que en una frutería vendan género a precio adecuado o que una panadería venda pan. «Uno por familia», cuentan. Picanya tiene la sensación de que esquivó lo peor de la riada, porque muchas viviendas son adosados cuya planta baja está elevada sobre el suelo. En todas ellas, eso sí, hay garajes que quedaron cubiertos por más de dos metros de agua. En uno de ellos, Jordi perdió una sillita nueva para Laia. «Todavía no sé ni cómo estoy, con la adrenalina...», dice. Pues, por suerte para todos, vivo,
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