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Vivo en un primer piso, en una casa de 90 metros cuadrados. Costó algo más de 130.000 euros y, al aumentar la familia, se nos queda un pelín pequeña. A veces nos tropezamos por el estrecho pasillo, pero me preocupa más pagar lo que queda del préstamo bancario. Y más con el Euribor atizando sin piedad. Maldito interés variable. A qué mala hora...
¡Pero hoy me mudo! Vuelo alto. A una planta 29. A tope. A uno de los áticos de ensueño de Valencia. El más alto y último a la venta en la torre Ikon de Ricardo Bofill y Kronos. Casi nada. El problema es que será sólo por una hora, para saber qué se siente y contarlo.
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Juan Antonio Marrahí
Primer punto importante: precio. Tal es su calidad y tanto cliente rico ama ya Valencia que, oferta y demanda de por medio, la casa se me queda por 1,7 millones con plaza de garaje y trastero. ¿Cuánto tardaría en reunir ese dinero? Mejor no darle más vueltas y disfrutar.
Me encanta como brilla Ikon de noche, cuando encaro Valencia desde Burjassot por la CV-35. Pero ahora estoy junto al patio y siento el vértigo desde abajo, mirando al cénit junto a su escalinata. Me han contado lo que me espera arriba: un dúplex con vista al mar desde el salón y triple orientación. Este, oeste y norte. Si no veo el sur tampoco pasa nada. Hay tres dormitorios, tres baños y, escaleras arriba, una terraza descomunal de 170 metros cuadrados (casi dos veces una casa media).
Como soy nuevo en la torre no me aclaro para entrar. Pero al final pulso un timbre exterior ultramoderno, se abre la puerta y llego a un espacio enorme, alto, pulcro, blanco y exquisitamente decorado. Más que una portería se asemeja a la recepción de un hotel, con sus macetones gigantescos. Con esas comodísimas butacas, sofás y mesitas de las que despiertan ganas de reunirse con alguien aunque sea sólo para estar allí.
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Juan Antonio Marrahí
Una joven y amable conserje anota mis datos. Seguridad para todas las visitas. Hay cuatro ascensores y ningún botón, entendido como tal. Unas pequeñas pantallas cuadradas digitales muestran todas las plantas. Si mi madre viniera a verme no sé si lograría subir. Uno marca a dónde va y el ascensor ya se encarga de todo. Es muy inteligente. Y veloz. Pulso 29 y en 30 segundos estoy en las nubes.
Allí arriba me espera Begoña Marín, comercial. Antes de empezar la visita le pregunto por la casa más cara que recuerda que se ha vendido en Valencia. «Por seis millones, un ático muy céntrico». No me da más datos. Es la habitual discreción que caracteriza a estos profesionales respecto a los clientes más adinerados.
Antes de descubrir el inmueble, descubro que tengo ya vecinos. Ellos ocupan un piso aún mejor que el mío, que ya es decir. El ático entre los áticos de Ikon, el diamante de la torre, se vendió ya por 2,4 millones. Pero no es cuestión de ser envidioso. En el rascacielos valenciano de 198 viviendas está ya casi todo adquirido, a excepción de tres propiedades.
Begoña abre la puerta y... «¡Madre mía, esto parece un mirador!». El paisaje se integra en la casa desde tres puntos. Recuerda a esos balcones de la montaña donde uno ve una comarca entera. Los ventanales son enormes y comienzo a admirar los lujos: la cocina con isla integrada en el salón, un suelo radiante para la calefacción, puntos contra incendios en todas las habitaciones o la ducha más grande que he visto en mi vida. ¡Y con salida directa a una terraza lateral! Uno se sueña saliendo en verano a secarse al solecillo. Con toalla en cintura, claro. Aunque sin ella tampoco te iba a ver nadie en el Everest de Valencia.
La domótica controla las luces, hay detectores de presencia para las alarmas y un regulador de temperatura individualizado para cada habitación. Los armarios empotrados se funden con las paredes que, por descontado, son blancas y lisas como una sábana. Y entonces me viene a la cabeza, tremendo golpe de realidad, el rugoso gotelé de tantas casas medias, ese recurso tan feo que hoy nadie acaba de entender por qué se puso de moda durante algunos años.
Para alguien que disfruta del minimalismo y lo diáfano, del blanco con madera y poco más, esto es el paraíso. Hay espacio a raudales y aquí cabrían todos mis discos y libros, el piano... No como ahora, que unas cosas están en casa de mi madre y otras en la mía.
Pero la auténtica barbaridad es la terraza, donde la mente empieza a maquinar muchas cosas: atardeceres idílicos con amigos, jazz y cenas con vistas, barbacoas, mesa de ping pong, hamacas, el telescopio de mi padre apuntando a la luna llena... Imaginación a cielo descubierto.
Cuando pagas 1,7 millones no sólo compras un piso muy bueno y altísimo. Es tuyo un moderno gimnasio, una piscina con agua salina de 24 x 8 metros, la zona exterior de ocio, una cocina junto a la lámina de agua que se puede reservar. Ni siquiera sales a la calle a tirar la basura, como casi todo hijo de vecino. Aquí vas a otra sala blanca y espaciosa con muchos contenedores, la pones allí y te olvidas.
Los garajes de los edificios suelen ser grises, estrechos y bastante tétricos, con iluminaciones penosas. Al fin y al cabo, son espacios para dejar el coche y largarse cuanto antes. Pero aquí se ha buscado la estética hasta en los aparcamientos, con una tipografía estilizada que señala las plazas con enormes números, techos negros, doble carril para no chocar en las maniobras y unas luces led blancas y púrpura que dan un toque futurista y cálido. No difiere demasiado del aspecto de un pub o una discoteca. Pero es que hay otro amplio espacio sólo para bicis. En mi garaje me he colocado un anclaje en la plaza del coche y, a veces, cuando entro en marcha atrás, chafo las bicis.
Se acabó. Hora de partir. «Adiós Begoña, muchas gracias. Ha sido un placer. Si reúno el dinero te aviso...», bromeo. Cuando me alejo de la Torre de Marfil resuena en mi cabeza la vieja tonadilla de 'El violinista en el tejado': «If I were a rich man, tralaralaralara…». Adiós Ikon. Siempre veré tus luces verticales de noche, cuando entre en Valencia, y recordaré que un día, por una hora, tuve un ático de millonario.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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