Rosa no es su verdadero nombre, aunque prefiere preservar su identidad en el anonimato. Sufrió abusos sexuales durante su niñez y todavía colean sus consecuencias. Rosa es como el ímpetu del agua en un barranco tras una gota fría, aunque lo suyo son las palabras y las usa para brincar de un tema a otro, saltar en el tiempo y abrir su corazón si ello puede ayudar a una persona que ha sufrido algo parecido a lo que ella padeció.
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«En dos países en los que viví sufrí abuso sexual, uno por parte de dos vecinos adolescentes. No fui la única afectada sino que personas de mi entorno familiar también los sufrieron. Como era muy pequeña, como mecanismo de defensa bloqueé todo eso. Pero las personas de mi entorno lo asimilaron de forma distinta», relata con emoción.
«Recuerdo que en la clase de lengua nos enseñaban que el hecho de sufrir un abuso sexual como lo peor que te puede ocurrir en la vida. A día de hoy es una de las cosas más difíciles que puedes experimentar pero creo que no es lo más duro. Creo que el día en que mi madre muera será una de las cosas más difíciles», piensa.
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Reclama que se denuncien los abusos, que se traten de cortar como intentó hacer ella cuando estuvo de misionera en Chile. «Para mí es difícil de entender que a día de hoy la gente no quiera implicarse porque se nos enseña que es algo que no podemos controlar. Pero estoy convencida de que cada uno de nosotros puede ayudar a que haya un cambio. Yo lo viví».
«Recuerdo cuando pedí ayuda y se me negó. Recuerdo cómo a mis padres, al no haberme enseñado el vocabulario adecuado, les quise explicar y no me escucharon. No tuvieron la paciencia de hablarme y me cerraron la puerta», se lamenta. «Ya en España, la psicóloga me escuchó. Llegué siendo una preadolescente llena de heridas escondidas y aquí es donde recordé por primera vez todo lo que viví y donde pude tener una identidad de mujer, donde sí tienes derechos y tu voz importa», afirma.
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«Cuando era pequeña vi abusos, interrumpí abusos a niñas de cuatro, seis y siete años. Eran constantes. Lo digo con naturalidad porque ya lo he llorado», dice. Pero se le nota congoja en la voz, señal de que no lo ha acabado de superar. «Hubo un momento en que no podía hablarlo. Está bastante superado, sí, pero hay cosas que todavía duelen. Hay veces que sufro síntomas de estrés postraumático que afectan al sueño, a la tensión muscular».
Para salir adelante se apoyó en su fe en Cristo y en la ayuda de una psicóloga. «Estoy convencida de que la terapia es algo fundamental para que aprendamos a vivir de una manera más feliz o tener mayor paz y autoconocimiento. Eso es indispensable junto con la educación y también seleccionar a los amigos», sentencia.
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Se define como una guerrera pero Rosa es cauta. «He llegado a quererme tanto, a respetarme tanto que no puedo confiar... Pese a todo, me gustan los hombres y lo digo porque conozco a personas que no quieren estar con nadie, algo totalmente normal. Para mí es difícil enamorarme pero aspiro cuando tenga pareja a ser madre y crear un hogar. No me gustaría tener intimidad con alguien con quien no vea esa proyección», relata.
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