Resistir en la zona cero: Carlos, Nadine y el árbol que se salvó del trastero

«Celebraremos, sí, pero, ¿qué vamos a celebrar?», dice María José, la madre de él. Carlos y Nadine son pareja y viven con dos gatos y un perro en un primer piso de Catarroja desde donde en la noche de la dana comprobaban el avance del agua viendo lo cerca que se quedaba de la «P» del aparcamiento de un supermercado cercano. Ahora, pasarán Nochebuena con María José y la madre de esta. No habrá mucha diferencia con respecto a otros años, aunque sí aseguran que han tenido que tirar más de mensajería para conseguir regalos. «Hasta hace pocos días no caí en que teníamos que hacérnoslos, mi madre estuvo días detrás de mí para que le dijera qué me apetecía porque no me apetece nada», cuenta Carlos. En el transcurso del reportaje que acompaña a estas líneas, Carlos le confiesa a Nadine que su regalo iba a ser un vestido de una tienda de Catarroja. Ella se gira a mirarle sorprendida. «Ahora ya te lo puedo decir porque no hay ni tienda», dice él, a medio camino entre la broma y el drama.

Cambiará, eso sí, el día de Navidad, porque la familia de María José es extensa. «Nos reuníamos en un pueblo e íbamos todos a comer: primos, tíos, novias, novios... nos juntábamos muchísimos», cuenta. ¿Este año no? «Si son todos de Sedaví, Alfafar, Massanasa... Además, aunque pudiéramos juntarnos, ¿dónde vamos a ir? Si no hay nada abierto», apunta. Nochevieja, por su parte, la pasarán Carlos y Nadine en Monserrat, donde irán con unos amigos. «Intentaremos salir a que nos dé el aire», explica él.

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Durante la entrevista con ellos, empiezan a montar el árbol de Navidad, ese que se salvó del agua por no estar en el trastero. Empiezan sin demasiadas ganas, pero conforme va pasando el rato, Nadine se va viniendo arriba. Se nota hasta en el ambiente de la casa, que se aligera mientras la joven busca dónde colocar un curioso adorno en forma de pata de pollo. Hay hasta sonrisas mientras las mascotas corretean a sus pies. El árbol queda perfectamente colocado, con sus bolas y su espumillón. El comedor tiene, de repente, otro color. Nadine, María José y Carlos también.

Carlos nos acompaña a la calle para enseñarnos hasta dónde llegó el agua. Nos cuenta, de nuevo a medio camino pero en este caso entre el orgullo y el miedo, que en la noche del 29 rescató a unas personas que se habían quedado atrapadas en el garaje. Lo explica como si no terminara de creerse que lo hicieron él y sus vecinos, pocos instantes antes de que el agua llegara a unos dantescos cuatro metros y medio de altura. «Hasta aquí», dice Carlos, una veintena de escalones por encima del nivel de la calle en la escalera que sube al primer piso.

En la calle, se encuentra con una vecina, que se derrumba cuando Carlos le dice que hemos ido a hacer un reportaje sobre cómo va a pasar la Navidad. Sus hijas, dos niñas pequeñas, juguetean entre nosotros, con una varita con la que nos dan toques en las piernas. Nos enseñan una granja de plastilina que les han regalado. En sus rostros infantiles hay alegría, porque es Navidad, pero también se adivina cierta gravedad, como si de repente hubieran aprendido que algo que quizá no terminan de entender lo ha cambiado todo.