Los tractores toman la calle. El mundo agrario eleva un grito reivindicando la profesión y justicia económica para los que hacen posible tesoros como la cesta de la fruta, los zumos, los vinos, las ensaladas o la paella de los domingos.
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Tras estos bienes, médula de la cultura mediterránea y valenciana, están las manos y cavilaciones de hombres y mujeres como Salvador, quien perpetúa en su hijo la tradición familiar. O Teresa, que se formó como filóloga pero acabó dando un giro de modernidad a los campos de sus padres. Víctor combina la consultoría con las plantaciones y Andrés vive el campo como «una droga difícil de dejar pese a las pocas recompensas». Estas son raíces y su cosecha.
Salvador Roig. Almàssera
Salvador Roig Albiach, de 68 años, vive en Almàssera. Su padre ya era agricultor y su madre, ama de casa. De sus dos hermanas, una optó por la industria y otra ejerció como ama de casa. Salvador se casó y es padre de cuatro hijos. Uno de ellos, Voro, de 40 años, sigue sus pasos.
Son agricultores autónomos y cultivan patatas, chufas, sandías, cebollas y alcachofas. «La vida me llevó al campo. Es lo que hacía mi padre y seguí su camino. Realmente, me gustaba». Con 15 años aquel zagal ya segaba alfalfa para los caballos. «Ya entonces se meneaba poco dinero y se trabajaba más, pero había en casa conejos y gallinas para comer. Los gastos no eran tan elevados», recuerda. El campo le permitió ahorrar. «Íbamos tirando». Se casó a los 25 años y formó una familia. Independiente, pero a la sombra de la huerta familiar y con el reto de cultivar para subsistir. Cuando Voro quiso seguir sus pasos «no le disuadí, él estaba feliz con esta profesión. Sin embargo, hoy veo mal el horizonte para los jóvenes agricultores».
Según Roig, «el campo no tiene horario. Todo va según las urgencias o necesidades, pero he hecho jornadas entre las 7 y las 22 horas». Además, «hay que buscar el ahorro al máximo. Si se estropea una máquina nos la arreglamos nosotros». No cree que la agricultura sea agradecida. «Para tantas horas, gano poco. A veces 1.900 al mes, otras no llego a 1.000». Y la factura en salud: «Me detectaron una hernia discal con 45 años». Lo peor, razona, «es que el gasto en simiente, abonos e insecticidas ha subido mucho y las ventas no han ido a la par. Los precios de los productos se han estancado. A veces no cubro los gastos y queda la sensación de estar regalando el fruto del trabajo».
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Entre sus aficiones, «cazar, pescar, charlar con los amigos…». El campo «tampoco me deja mucho tiempo libre. No puedo dejarlo ni quince días o se echa a perder. En cuanto a Voro, «creo que lo tiene más verde que yo, pero al ser joven le queda esperanza. Debería vivir con más holgura para las horas que le echa».
Teresa Ribera. Carcaixent
Teresa Ribera tiene 66 años. Hija de empresarios de Carcaixent poseedores de tierras. Cursó Filología Inglesa y vivió en Barcelona 15 años hasta que recaló en Valencia. Tras fallecer sus progenitores heredó los terrenos y en 2005 dio un giro al negocio modernizando la plantación, dándole valor turístico y vendiendo sus productos en internet. «Reinventé los campos de mis padres para subsistir», resume. Su aventura profesional es Naranjas Ribera. «Heredé una finca arcaica de 100 hanegadas y perdíamos dinero, pero con la marca, un huetro histórico de 1870 y un pequeño almacén, vimos esperanza». No fue sencillo. «Hemos pasado noches sin dormir».
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Según Teresa, «la gente está perdiendo la fe en la agricultura. Si no te enamoras de esto, no tiras adelante. El agricultor tiene que ponerse las pilas, sobreponerse a las dificultades y buscar caminos. Este sector peca a veces de conformista ante las complicaciones».
Si bien aún no ha amortizado la inversión, tiene fe. «Contamos con tecnología ante las plagas, control del suelo, variedades punteras... Hay mucho sacrificio, pero creo que viviremos de nuestros campos». Habla en plural porque el proyecto se labra con los suyos: «Mi marido, abogado, y dos de mis tres hijas, una bióloga y otra economista».
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Desde que se levanta, Naranjas Ribera y l'Hort de San Vicent son su vida. «Organizo el trabajo, podamos, controlo el riego… Son jornadas largas». Lo más frustrante, opina, es «no poder gestionar el precio de la venta de la naranja. Es triste que quien alumbra un buen cítrico no tenga voz en la cadena que marca el valor». Y le indignan los prejuicios. «Se ha dicho 'el que no vale, al campo'. Y este es un trabajo tan digno como cualquiera. Eso sí, hay que formarse, proyectarse y enamorarse de lo que haces».
Víctor España. Alzira
En los campos de Alzira pasa muchas horas Víctor España Palop. Hombre de campo de 38 años. Soltero. Hijo de una profesora y de un empresario almacenista y agricultor de naranjas. Junto a un hermano profesor universitario cuida y cultiva los terrenos familiares. Estudió Veterinaria, acabó como consultor de sistemas de gestión y hoy busca su salida profesional en el campo.
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«Mi padre falleció y alguien tenía que seguir. Fui yo. Me ha gustado desde siempre y lo afronté con ganas de aportar mis conocimientos de estudiante y profesional». Y esta es su lucha: «Por la mañana soy consultor de sistemas y, por la tarde, agricultor». Se mueve entre 80 hanegadas de plátanos, mandarinas y la naranja chislett. «Empezar fue difícil. Veníamos de un sistema tradicional en el que había que apostar por variedades rentables y mecanizar cultivos. Invertí 50.000 euros y los quebraderos de cabeza son muchos».
Víctor aún no puede vivir del campo. «Me da más pérdidas que ganancias, pero confío en que cambie». El alcireño cree que la agricultura «es un poco de románticos en busca de la libertad de trabajar al aire libre…». Y la concepción popular de agricultor como persona sin otras salidas laborales «es ya agua pasada». Está, entiende, «en el ADN valenciano. Ahora falta que lo entiendan los políticos y grandes empresas porque los pequeños agricultores nos hemos convertido en las minas de coltán africanas, explotadas por las grandes corporaciones. Y sin agricultura nos tendríamos que ir a otro planeta».
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Andrés Rubio. Alzira
Andrés Rubio. Otra vida entre surcos. Tiene 61 años y empezó a labrar con 16. Habita y cultiva en Alzira. Hijo de agricultores, siguió la tradición familiar de la que se distanció su hermana, profesora. Sus horas transcurren entre caquis y naranjas. Autónomo y con tres trabajadores, también cuida sus terrenos.
«Con 16 años me quedé sin padre y había que seguir con la tierra. No me gustaba, pero cuando uno empieza este trabajo ya se acostumbra. Es como una droga. El oficio al que te has entregado». Para Andrés, las cosas han cambiado a peor en la profesión. «Antes te levantabas con ilusión y al final de año había una compensación. Hoy esto no funciona».
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Está casado con una funcionaria y es padre dos hijos que se alejan del campo, una maestra y un licenciado en Derecho. En parte, lo comprende. «Dedico doce horas, empiezo a las seis de la mañana, zanjo, podo, desbrozo... y ni a mil euros al mes de media con todo el esfuerzo. Si no fuera por el trabajo de mi mujer, sólo con el campo no pagábamos ni el agua, ni la luz...».
Y ¿por qué seguir? «Tengo una gran inversión de unas variedades protegidas. Pese a todo, no creo que el mal de esta profesión duré más de 100 años».
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