

Secciones
Servicios
Destacamos
BELÉN HERNÁNDEZ
Miércoles, 5 de octubre 2022, 00:32
Los rusos vieron que «la lealtad hacia su país» se pagaba con un precio demasiado alto: el de su propia conciencia. La guerra estalló, pero ... en el bando invasor también hay familias que no quieren manchar sus manos de sangre. Que difieren con el régimen de Putin aunque eso signifique sacrificar la vida que habían construido con esfuerzo. Maksim, un joven ruso de 23 años, acababa de casarse con Anastasia, de 19. Tuvieron a una preciosa niña rubia de grandes ojos azules, Patricia. Tiene un año y medio, y la suerte de no ser consciente por su corta edad de que es una refugiada de guerra. Formaron una familia. Abrieron dos gimnasios propios. De la noche a la mañana, el presidente Putin comunicó su intención de invadir Ucrania. La tensión estalló.
Maksim supo que tenía que abandonar la tierra que le vio crecer si quería poder dormir por las noches. De lo contrario, las vidas que vería disiparse como consecuencia de la guerra se convertirían en fantasmas en su habitación. Fue un momento de «ahora o nunca». Empezaron a llamar a los militares para que partieran a las filas y tuvo claro que aquella temible carta que le obligaría a formar parte de las tropas no tardaría en llegar a su buzón. Podía hacer dos cosas: ir a combatir o entrar en prisión. Así que escapó mientras pudo. «Me fui porque no quería tener que matar a nadie», afirma con crudeza. La ideología ha sido capaz de enfrentar a aquellos que una vez se amaron. «He perdido a los amigos que tenía. Ellos se quedaron a formar parte del ejército». Ha tenido que escuchar palabras de todo tipo. «Mis amigos me decían que soy un desertor. Me llamaban al teléfono para gritarme de todo por haberme ido de Rusia». No le afecta haber dejado atrás a los que fueron parte de su vida. Ni sus amigos ni nadie fue capaz de convencerle de unirse «a un ejército que mata a gente inocente».
En ningún momento habla de que temiera por su vida. Enfatiza en que no quería ser él quien apretara el gatillo. El pasado 6 de abril, la madre de Maksim le dio la noticia: la carta que le exigía entrar en las filas llegó a su puerta. Aquella notificación exigía que se uniera al ejército a partir del día 20 de ese mes. Pero para cuando llegó, él ya vivía en Valencia junto a su mujer y a su niña. «Supongo que tuve suerte de poder salir de allí a tiempo», comenta sonriente. Lo que más le duele es que su madre siga en Moscú. «Ella no es tan valiente de dejar atrás su vida de un día para el otro». Sabe que no podrá volver a su tierra natal mientras la guerra continúe su cauce. «Me llevarían a la cárcel». Pero tampoco quiere volver. «No quiero vivir allí hasta que el Gobierno cambie». No duda.
Mientras habla, su niña corretea por el patio del hotel de Almussafes en el que viven desde el 12 de marzo de 2022. La pequeña ríe y abre sus enormes ojos al ver a su padre. Alza los brazos para pedirle que la coja. Maksim lo hace y su rostro se tiñe de una felicidad que es difícil describir. El matrimonio salió de Moscú sin ningún plan. «Ni siquiera sabíamos si al ser rusos podíamos pedir ayuda humanitaria», cuenta el hombre. Pero tras viajar hasta Grecia, «uno de los únicos países en los que no habían prohibido el acceso a la población rusa», Cruz Roja les dio la oportunidad de trasladarse a España. El matrimonio era consciente de que su futuro sería incierto si salían de Rusia. «Pensamos que podríamos dormir en la calle incluso», dice Maksim. Un riesgo que estaban dispuestos a asumir por no participar en una guerra con la que no comulgaban.
Durante los siete meses que lleva en Valencia ha recibido cursos de español. Efectivos. Conoce la lengua como si hubiera residido en el país durante años. Su mujer, Anastasia, todavía no ha conseguido dominarlo. Él le traduce la conversación mientras la joven sonríe con dulzura. Han podido construir su propia felicidad entre las cuatro paredes de su habitación de hotel. Maksim, que en Rusia era un entrenador personal titulado, ahora se ha reinventado y asiste a un grado de economía y comunicación. A Anastasia también le dieron la posibilidad de estudiar, aunque ella prefirió quedarse con su bebé. «Aquí hay una guardería pero preferimos que se quede con nosotros al ser tan pequeña».
Una barrera invisible pero impenetrable como el acero separa a la familia de los refugiados ucranianos que viven en el mismo hotel. Mientras que el resto se reúne fuera de las instalaciones y charlan de manera animada, el matrimonio va por su lado. «Muchas veces nos hacen comentarios para provocarnos porque somos rusos». El principal es su postura sobre la guerra. «Preferimos no contestar a esos comentarios y relacionarnos con españoles». Maksim lleva tatuado en ruso la palabra «abracito» dentro de un corazón. «Me lo hice cuando fui a Barcelona hace cinco años. Ellos conocían el término y me gustó su calidez». No les importa nada más que Patricia pueda crezca entre sus brazos y lejos de la guerra.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
La segunda temporada de Memento Mori se estrenará este mes de abril
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Recomendaciones para ti
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.