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Como si la tierra se los hubiera tragado. Ni pistas ni vestigios ni esperanzas de encontrarlos con vida. Sus propias familias reconocen que sería un milagro o un hecho extraordinario localizar a sus seres queridos después de tantos años de incertidumbre y angustia. Al principio se aferraban a la idea de que todo fuera un malentendido, una desaparición voluntaria o una pesadilla que algún día terminaría, pero las investigaciones policiales y las pruebas les abrieron los ojos. Tras los operativos de búsqueda en pozos, vertederos y otros lugares recónditos, algunos familiares comenzaron a forjarse ilusiones de cerrar el luto si aparecía el cadáver y le daban sepultura. Y después, cuando se desvanecieron las últimas esperanzas de resolver el caso, llegaron los sentimientos de impotencia y el olvido.
Las desapariciones de una veintena de personas en la Comunitat Valenciana desde la década de los 80, las investigaciones abiertas para encontrarlas y los resultados infructuosos de las pesquisas policiales han supuesto para las familias de las víctimas una tragedia que podría entenderse equivalente a la muerte de sus seres queridos, pero en realidad «el sufrimiento es mayor por lo prolongado y la incertidumbre». Así lo entendió la Sección Octava de la Audiencia Provincial de Alicante cuando determinó la responsabilidad civil por la desaparición de Gloria Martínez.
El tribunal tuvo en cuenta el mayor padecimiento de los padres de la joven cuando condenó a la empresa Zopito SAL, propietaria de la clínica donde estaba ingresada la menor, y a la psiquiatra María Victoria Soler a pagar una indemnización de 104.251 euros a los progenitores de la joven. La falta de medidas de seguridad y de condiciones para tratar una enfermedad como la que diagnosticaron a Gloria fueron la causa directa de su huida, según la sentencia, la misma noche que desapareció en 1992.
Otros casos sin resolver, como el del empresario José Pitarch, el taxista Serafín Alcayde o la vecina de Mislata Paqui Hernández, mantuvieron en jaque a los investigadores policiales en la Comunitat Valenciana. Las extrañas desapariciones de estas personas ocuparon grandes titulares en la prensa y conmovieron a la sociedad valenciana. Los agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional se afanaron en buscar pruebas y revisaron uno de estos casos varios años después, pero no lograron encontrar los cadáveres y sus investigaciones tampoco sentaron a los culpables en el banquillo de los acusados.
Una excepción fue la sentencia de la Audiencia de Castellón que condenó a 18 y 16 años de cárcel a Rafael Romero y Emilio Pellicer, respectivamente, por el asesinato de Enrique Benavent, cuyo cadáver nunca pudo ser hallado. Uno de los procesados confesó que descuartizaron y quemaron el cuerpo en 1991 para después deshacer los restos con salfumán y enterrarlos en el jardín de una casa en Castellón.
Gloria Martínez ingresó en la antigua clínica Torres de San Luis en l’Alfàs del Pi por recomendación de una psiquiatra para someterse a un tratamiento contra un cuadro psicótico que le provocaba reacciones de pánico, y llegó a la residencia acompañada por sus padres el 29 de octubre de 1992. Horas después, la menor mostró una gran alteración emocional, por lo que la ataron a la cama y le inyectaron una medicación. Sobre la una de la madrugada, Gloria pidió que la desataran para ir al cuarto de baño y entonces aprovechó para escapar. Los responsables de la clínica declararon que la joven huyó tras saltar una tapia, pero esta versión nunca convenció a los padres de la chica. La investigación de la Guardia Civil no pudo esclarecer si la menor murió aquella noche o está viva. Una hipótesis que barajaron los investigadores fue la de un crimen cometido por alguien que circulaba con su coche por la zona e invitó a Gloria a subir al vehículo en una gasolinera de Altea, donde un hombre aseguró haber visto a la chica la noche que desapareció.
El ingeniero Enrique Benavent tenía 34 años cuando desapareció el 21 de junio de 1991. Trabajaba en la multinacional norteamericana IBM, vivía con sus padres en Ribarroja y fue asesinado por un asunto de drogas. Rafael Romero acompañó a la víctima a la casa de ‘El Petxina’ (el otro condenado por el crimen) en Castellón, donde el primero golpeó y mató a Benavent. Luego quemaron el cadáver en una hoguera que mantuvieron encendida varios días. Seis años después, Romero confesó a un guardia civil en la cárcel de Picassent el lugar donde enterraron las cenizas: el jardín de la vivienda de ‘El Petxina’.
El Empresario José Pitarch desapareció el 5 marzo de 1991 tras ser secuestrado, presuntamente, por varios individuos en su chalé de Godella. Días después de los violentos hechos, la agencia Efe difundió que unos delincuentes podrían haber pedido un rescate de 25 millones de pesetas por su liberación, pero la familia desmintió la información. Pitarch era dueño, junto con un socio, de las discotecas Dream’s Village, Bounty y Jardines del Real. Su cadáver nunca apareció, aunque la principal línea de investigación siempre fue la de un asesinato.
Hocine Arabiche tenía 17 años cuando desapareció en Valencia. La última vez que lo vieron con vida jugaba con una pelota en el parque de la calle Grabador Jordán en el barrio de la Fuente San Luis en Valencia. Eran las 11 de la noche del 22 de octubre de 2008. El menor argelino residía con su familia en un casa de la zona. Su hermano Mohamed cree que pudo ser retenido por alguien en contra de su voluntad. La víctima sufre una discapacidad psíquica. La policía buscó al joven por las acequias cercanas y una nave abandonada sin hallar vestigios criminales.
Las fuerzas de seguridad no pudieron esclarecer la desaparición de Serafín Alcayde en 1987. Tenía 34 años y trabajaba por las noches como taxista con el vehículo de su cuñado. La Guardia Civil halló el coche el 3 de diciembre de aquel año en Puçol. A las seis de la madrugada de aquel fatídico jueves, el propietario del taxi se impacientó al ver que Serafín no llegaba al lugar donde hacían el cambio de turno y, tras esperar un tiempo prudencial, denunció su desaparición. Los investigadores hallaron manchas de sangre y dos casquillos de bala en el maletero.
Nada en la vida de Paqui Hernández hacía presagiar que tuviera motivos para abandonar a sus tres hijos de corta edad en la noche de Reyes de 2004. Un año después de la extraña desaparición de la vecina de Mislata, la Policía Nacional detuvo a José M., el marido de la víctima, como presunto autor de un crimen sin cadáver. Los investigadores del Grupo de Homicidios sospechan que el esposo de Paqui urdió un plan para hacer creer a sus vecinos y a su cuñada que la víctima había abandonado el domicilio familiar para irse a vivir con un empresario. Según esta hipótesis, José M. pretendía que nadie sospechara que su mujer estaba muerta y, por ende, desviar las investigaciones policiales. Al principio, Conchi, la hermana de Paqui, creía que se trataba de una desaparición voluntaria tras recibir varios mensajes de móvil de una persona que se hizo pasar por la víctima. «José puede firmar por mí y cobrar el paro. Él sabe cuidar muy bien de los niños», señalaba uno de los SMS que Conchi guardó en su teléfono durante varios meses. Otro de los mensajes enviados por el presunto asesino afirmaba textualmente: «Conchi, si te preguntan por mí, tú pasas. A nadie le cuentes nada y menos a mis amigas de La Fe». Tras la detención del sospechoso, la hermana de la víctima está convencida de que su cuñado cometió el crimen. José M. negó haber matado a su esposa, aunque ingresó en prisión tras incurrir en contradicciones durante su declaración. La policía registró de forma minuciosa su casa en busca de indicios criminales, pero no halló pruebas ni el cadáver; y tras no avanzar la investigación, la jueza decretó la libertad del hombre y archivó la causa.
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Javier Bienzobas (Gráficos) y Bruno Parcero
Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
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