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Es mediodía. El sol pelea con fuerza por asomarse entre las montañas que rodean Sot de Chera. Si uno consigue cerrar por unos segundos los ojos y respirar con profundidad allá donde el río se retuerce en una complicada 'chicane', únicamente escuchará el placentero fluir del agua. Sonido arrebatador... mentiroso y traicionero. Nadie diría que hace solo diez días, este pequeño pueblo (456 personas censadas) vivió una noche cargada de horror, tragedia y miedo. Horror porque el agua, con un sonido y fuerza estremecedores, fue tan caprichosa que hizo desaparecer puentes, árboles, decenas de coches y cultivos; tragedia porque arrancó de cuajo la vida del pequeño Javi mientras engullía además el cuerpo de su padre –sin que se haya encontrado todavía–; y miedo porque desde entonces nadie en el pueblo pega ojo al no fiarse ya de la presa de Buseo, que se permite con gula el lujo de amenazar desde Chera con llevárselo todo por delante. «Ha sido una puta locura», confiesa sin ambages y emocionado Miquel Tort, profesor de informática en Llíria, lleno de barro hasta las orejas y con un walkie talkie en la cintura con el que mantiene contacto permanente con las decenas de voluntarios y técnicos cuya esperanza era conectar la red de agua a los depósitos (7 kms de tubería agujereados como un queso Gruyère).
Comparado con los afectados del l'Horta Sud, uno diría asomándose por las estrechas calles de esta localidad –con casi 800 casas– que es un viernes como otro cualquiera, ideal para pasar un fin de semana de relax. Pero algo en la entrada de este pueblo de la comarca de Los Serranos chirría cuando el vehículo asoma por una de las últimas curvas de acceso. Una policía local perfectamente uniformada de Mollet del Vallés (Barcelona) da el alto al coche de este periódico. «Llevo de voluntaria aquí desde hace unos días y el trato de esta gente es excepcional. Venía con un saco y una esterilla para dormir en el suelo y me han ofrecido un piso», explica mientras toma el nombre y el teléfono de todo aquel que entra en el pueblo. «Por si acaso», concluye sin ser consciente de la inquietud que crea esa frase sin maldad.
Hasta que uno no se acerca al Ayuntamiento no percibe el trasiego de voluntarios y especialistas. El jueves llegaron militares de Córdoba y Sevilla, pero ya no queda ni rastro de ellos. Andrea Vanacloig (27 años), concejal de educación y profesora de primaria en Requena, hace de improvisada anfitriona. El pueblo está acostumbrado a ver rostros nuevos cada fin de semana. Ahora la nueva rutina, además de los que vienen a echar una mano, es la visita de los periodistas. «Toda la zona de baños ha volado por completo, no queda absolutamente nada. Aquí nos conocemos todos y tenemos que reconocer que ha venido muchísima gente a ayudar, no ha hecho falta ni que la pidamos. No tenemos ni sitio para guardar todo lo que nos han donado, ha sido increíble», relata justo dónde había uno de los puentes que han volado y mientras señala dónde está ese edificio de tres plantas que destrozó a la familia de Ana y Ainhoa.
Madre e hija resistieron no se sabe muy bien cómo el derrumbe de esa edificación conocida como El Merendero, enclavada en un meandro asesino, y que hace un tiempo llegó también a ser centro de desintoxicación, el mismo lugar donde en 2016 se encontró el cuerpo de un hombre asesinado flotando en la piscina. La zona en concreto está a algo más de 500 metros de la localidad, a pie del río Sot. «Llevo treinta años aquí y eso no lo había visto nunca», dice Toni Arévalo, el agente medioambiental que a esas hora toma fotos de la zona mientras algo más allá de donde estaba situada la finca (apenas quedan unos pocos restos entre los que llama la atención un juguete de Ainhoa) algunos policías con un dron tratan de buscar el cuerpo de Javier. «Creo que los de la UME van a venir con un georadar, se han formado grandes montículos con todo el material que arrastraba la corriente», añade saltando los vacíos del reventado sendero que iba hasta el Balneario de Chulilla.
«Hay que hacer una profunda reflexión a nivel general. Creo que todo el pueblo debe participar en ello y repensar el modelo de turismo que queremos. Ya no se puede adaptar el río al pueblo sino adaptarnos nosotros a él. Esto supera el ámbito de la decisión que puede tomar un alcalde y su pleno, es un debate en el que todo el pueblo debe participar aportando ideas para que decida realmente lo que quiere de cara al futuro. El pueblo está volcado con el turismo, con algo de agricultura pero es residual. Formamos parte de un parque geológico excepcional y quizás debemos aprovecharnos más de eso», opina Tomás Cervera, un alcalde que lleva días atendiendo a los periodistas y que está a punto de derrumbarse mientras hace la reflexión. «Perdonad, pero llevamos muchos días de tensión. Tenemos entre todos la obligación de mantener vivo este pueblo. Mi familia vino a repoblarlo en 1540 y ahora nos ha tocado muy de cerca esta tragedia. El problema será que dentro de unos meses quizás nadie se acuerde de nosotros», reclama.
Nadie se explica cómo pudieron resistir Ana y su hija durante tantas horas las embestidas del agua. «Daba miedo, de verdad. Pero ahora el miedo lo tenemos con la presa, como reviente... tenemos la espada de Damocles sobre nuestras cabezas», insiste Tort, que no quiere olvidar el esfuerzo de vecinos y voluntarios. Cerca de él, Tomás Cervera, el alcalde, habla sin complejos: «Queremos conseguir garantías de que la presa no va a colapsar. No soy geólogo, solo un triste alcalde que lo único que pide es que nos traigan teléfonos por satélite para que tengamos contacto directo y que nos avisen si pasa algo».
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