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Hortunas es uno de esos pueblos en los que aún están las llaves puestas en las puertas de las casas. Algunas incluso abiertas, con las típicas cortinas de plástico o cadenillas que dejan entrever el interior. Cristina. Concha. Los nombres de las dueñas lucen en ... muchas de ellas en mosaicos sobre el zaguán de la entrada. Un lugar en el que aún reina la confianza de antaño. Un lugar en el que también prima el olvido. «Mi abuelo me contaba que cuando subía el río Magro antes, venían de Requena con el coche y el cabo de la Guardia Civil nos alertaba. Mi padre contaba que más tarde empezaron a llamar al único teléfono del pueblo para dar la alarma. Ahora, con móviles, Whatsapp, redes sociales y todo tipo de medios, aquí nadie avisó de que el agua venía».
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Es mediodía y con un sol de febrero de justicia. Miguel reniega mientras se frota la cabeza. Al lado está Remedios, su anciana madre. En la calle de la Rambla, donde aquel funesto 29-O hizo más que nunca honor al nombre de la vía. «El agua llegó por cuatro sitios. Yo esto no lo había visto en mi vida. Si me pilla en casa no lo cuento», suspira mientras observa su nevera arrasada por el barro. En la puerta, un dibujo colorido y alegre en un folio: 'De tu nieto Daniel'. Pero la anciana sale a flote con el optimismo por encima de todo: «La riada del 57 en Valencia me pilló vendimiando en Hortunas y la dana no me ha pillado en el pueblo, al menos tengo suerte».
«¿Ves ese hueco al lado?». Miguel señala un espacio de unos 80 metros entre su vivienda y la siguiente. «Ahí había un corral de ovejas. Ni las piedras han quedado». El 'ahí había' es idioma común en esta pedanía de Requena que en estos días tendrá no llega a 40 habitantes pero que en verano y puentes se llena. «De más», se queja entre risas Consuelo. Camina con su marido Felipe por las inmediaciones de la carretera que une la pedanía con Yatova. O más bien que unía. El Magro, habitualmente un hilillo de agua, creció y creció hasta arrollarlo todo. Incluido el puente que enlaza ambos municipios.
Una brigada de unos 10 trabajadores de Imanval, a cargo de la Diputación, dan los últimos retoques a la pasarela. »Llevamos casi dos meses trabajando«, señala uno de los operarios. A su lado, un Opel Corsa metalizado, o lo que queda de él, arrastrado por la crecida y oculto entre restos de chopos, tierra y hojarasca. Apoyada hay una silla de loneta de las de playa, con varios botes de cerveza y cola alrededor. Quizás el improvisado apostadero desde el que ver la vida pasar de algún hortunero.
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O a esperar la llegada de las ayudas. «Los 6.000 euros de la Generalitat aún no los hemos visto», se queja Miguel. La pericial de los daños de la casa de su madre la hizo el Consorcio por videoconferencia. «El dinero, también sin noticias de él», añade apesadumbrado. Su vivienda está casi puerta con puerta con un edificio de tres alturas que a uno le cuesta creer que siga así más de tres meses después. Una finca grotescamente inclinada hacia su parte izquierda. Una irónica Torre de Pisa de la dana. Iba a ser una casa rural, pendiente aún de rematar, hasta que llegó el zarpazo de la dana. Y sumo tragedia sobre tragedia. «Era de un matrimonio pero el hombre tuvo un accidente de tráfico y murió. Ella se quedó en silla de ruedas. Y así se ha quedado el edificio», comentan los vecinos en las soleadas calles de Hortunas.
Hace unos días trataron de derribarla. El coste corre a cargo de los propietarios. «La máquina que trajeron no daba para eso y se tuvieron que marchar», explica Antonio Celda, con su casa sólo separada por otra vivienda de la 'Torre de Pisa de la dana'. «Esto así no se puede quedar, y el río hay que protegerlo», lamenta el hombre. Vuelven de su paseo en ese instante Consuelo y Felipe. Caminan despacio junto a un Belén hecho de tocones de pino y chopo junto al alarmante edificio. «Tú imagínate que se ponen los chiquillos a jugar ahí al lado cuando esto se llena de gente. No me quiero ni imaginar la desgracia si eso vence...», advierte la mujer.
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«Mira. Ahí había un campo de fútbol. Ahí había un parque de esos para los niños. Ahí había una cancha de baloncesto. Ahí había unos chopos que pusimos mi abuelo y yo. Y ahí (el hombre señala a unos 500 metros de distancia, en un horizonte convertido en desierto de cantos rodados por el Magro), donde está aquella lona verde, allí estaba mi huerto. El día de antes aún cogí pimientos y berenjenas...». José Luján saca sacos de basura, ladrillos rotos y tierra de su casa con un gorro violeta calado hasta los ojos. «Casi no lo cuento, pero quién iba a pensar que era tan gordo». La tarde noche de la dana él sí estaba en su casa. «A mediodía vi que el cauce empezaba a bajar con más agua y me dije, ¡uy, esto no me gusta nada!». Pero José, nacido en el mismo Hortunas, no se marchó.
Horas después, cuando el enólogo jubilado y antiguo dueño de una bodega en Requena se asomó de nuevo al porche «el agua empezaba a entrar». Cerró la doble puerta metálica e intentgó hacerse fuerte dentro. «El agua abrió la puerta de golpe, rompió esa ventana, esa cristalera...». José rememora en una casa ahora hecha trizas pero que va recuperando. «Hasta aquí (se señala casi el pecho) hemos sacado de agua. Los vecinos de Cortes de Pallás que vinieron a ayudarnos han sido nuestros ángeles de la guarda». José acabó consiguiendo subir al piso de arriba con el agua ya por el cuello y ponerse a salvo. «Estaba helado y sin calefacción. Casi me muero dos veces».
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De los 60.000 euros que José pasó por daños al Consorcio sólo le han pagado 30.000. Ni rastro aún de la ayuda estatal. Sólo el dinero de la Generalitat y el pago por un coche y varias motos que pasaron a la historia tras la riada. «En Tragsa nos dicen que la CHJ no les deja actuar por ser el cauce de un río. Y aquí seguimos, sin la protección necesaria si vuelve a pasar». Y Hortunas, el pueblo del «ahí había», de las puertas abiertas y del olvido tras la dana, continúa esperando.
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